El Gran Sol Rojo del Amanecer

martes, 1 de febrero de 2011

LA CONCEPCIÓN CATÓLICA DE LA FAMILIA Y LA MUJER





Hemos empleado la Biblia como un manual de policías -
Como una dosis de opio para mantener quietas las bestias de
carga mientras se las carga-, como un libro para mantener la
disciplina entre los pobres”.
(Charles Kingsley, reverendo y reformador social.1848)
 

En la última década, de este siglo XXI, en que nuestra mente ha sido sometida a la martillante campaña propagandística tendente a justificar la guerra de agresión del bandido de George W. Bush y el hacernos aceptar la satanización de todo lo islámico y el clima de violencia anti-árabe,  Usted ha podido ver por la televisión imágenes realmente horribles respecto a las costumbres y tradiciones familiares reinantes en esos países del Medio Oriente. De las humillaciones y vejaciones a que se ven sometidas las mujeres allí: obligatoriedad de llevar velo, palizas públicas de mujeres por rehusar llevarlo, por reclamar derechos políticos, educacionales o culturales, o por simplemente pretender igualdad con el hombre. ¡Verdaderamente, todo eso, es vergonzoso!

Pero, digan lo que digan nuestros curas, liberales y socialdemócratas -sin excluir a uno que otro “comunista” con mentalidad semifeudal-, ¿la situación de la mujer es mejor por acá?

A fuer de sinceros, debemos reconocer que no. Si hay diferencias, y desde luego que las hay, deberemos reconocer también que ellas son de grado, jurídico-políticas formales, no concordantes con la realidad social. Por lo que, la tarea de la emancipación de la mujer, tanto en el Oriente feudal-capitalista como en el Occidente liberal (imperialista y/o capitalista comprador semifeudal), es esencialmente igual para la concepción y camino proletario de la emancipación nacional y social de todos los oprimidos. Como lo ha demostrado la historia política reciente, sólo con el socialismo podrán las mujeres conquistar y gozar el pleno disfrute de todos sus derechos de igualdad con el hombre: en lo económico, en lo social, en lo político, en lo jurídico y en lo cultural.

La revolución femenina, esto es el culmine de la lucha revolucionaria por la emancipación de la mujer, es parte indisoluble de la revolución proletaria socialista mundial. Esto independientemente de lo que piensen y proclamen las feministas burguesas y pequeño burguesas.

Asimismo, ni la religión, como teoría social, ni el capitalismo -ya con su liberalismo o ya con su “novísima” doctrina neoliberal o “fascismo de mercado”- podrán señalar otra vía para hacer realidad la superación de la familia moderna, feudal o capitalista, hoy en crisis. Entender esto es clave. En modo alguno es una cuestión de crisis moral pública o privada, sino de opción política clasista: O con la concepción y vía marxista-leninista, hoy maoísta, de la emancipación de la mujer, o con la visión y senda idealista reaccionaria de solución del problema de la familia y la mujer. Y 10,000 años de historia de la sociedad clasista (del esclavismo al capitalismo) confirman la justeza de tal planteamiento y perspectiva.

En la vida social, por ejemplo, la burguesía ha encarado dicha cuestión. Pero, se ha enfrentado con mil y una contradicciones para ella insolubles. Aunque, en el transcurso de cinco siglos, a hecho indudablemente aportes positivos para el abordamiento de la problemática de la familia y de la mujer, sólo se ha permitido crear las premisas económicas y políticas para su solución; no la solución real y efectiva.

¿Por qué ha sido así? Porque al punto de partida de su visión de la familia y de la mujer no se encuentra la estructura económica capitalista que le sirve de sostén, y de la cual debería partir, sino que sobredeterminándola se encuentra la concepción general religioso-idealista del mundo y de la vida social.

Estableciéndose, al devenir nueva clase dominante y verse confrontada al surgir de nuevas contradicciones sociales, una coexistencia no armónica, antagónica por esencia, entre el superviviente pensamiento ideológico medieval y el moderno pensamiento ideológico liberal burgués. Alianza anti-natura entre el teologismo feudal y el materialismo inconsecuente de una clase no consecuentemente revolucionaria. En otras palabras, expresión que ha sido y es de la conjunción de distintos intereses de clases, otrora enfrentados en mortal lucha de clases y hoy reconciliados, en aras de la confrontación con una nueva y ascendente clase social en enemiga con ambos el proletariado. Nuevo sujeto histórico, portador de una nueva  y superior forma de vivencia humana, el socialismo.

  Y si han establecido una tal alianza es porque se encuentran en estado de alerta. Lo están porque el capitalismo, hoy, está en peligro mortal frente a los ataques del “comunismo intrínsecamente malo y ateo” (León XII).

Bajo la excusa de la oposición ideológica al “ateísmo marxista” y de la recuperación espiritual del proletarismo, la Iglesia cristiana católica ha hecho una movida escasamente convincente, salvaguardar su particular visión de la naturaleza y de la sociedad (en el plano de la dogmatica ideológica) –de paso sus cuantiosos intereses materiales y privilegios político-económicos—con el naturalismo cientificista de la burguesía monopolista en posesión de la maquinaria económica y estatal. La maniobra es hábil, pero barata.  Habida cuenta que, nosotros materialistas proletarios consecuentes, no negamos la realidad de la “idea” de Dios la explicamos.

Nosotros, en el poder, hemos reconocido a la Iglesia, de cualesquiera confesión, su derecho a la existencia y a representar a sus prosélitos, a no entrabar sus ritos, respetar sus creencias e incluso establecido alianzas con ella en aras del desarrollo social.

Repito y remarco, la cuestión del papel y significado de la familia, así como de la situación de la mujer en ella y en la sociedad, no es un problema “ideológico” si no social, y, su solución es política. Esto es, ¿el Estado -como concentrado de “orden público”- es instrumento de tutela-opresión de la familia y la mujer, o puede devenir herramienta emancipatoria de la mujer de la multisecular cadena de la esclavitud doméstica?

   Eso la Iglesia no lo plantea, lo escamotea más bien. Ella empecinada, por el contrario, en colocarse de espalda a la ciencias sociales y en tratar de detener el reloj de la historia, que marca la hora del fin de toda forma de explotación y opresión social, al elaborar su llamada Doctrina Social o particular visión de la vida social, de la familia y  de la mujer, lo hace con criterios exclusivamente ideologistas y teologistas.

Analizar pues tal concepción de la familia y de la mujer resulta para nosotros, panameños, esencial para comprender los fundamentos ideológicos y morales que cubren y ocultan las reales relaciones internas de la familia feudal-burguesa istmeña.

Ello porque ha sido la Iglesia cristiana católica la que desde hace 500 años  -recordemos que con la espada del conquistador español arribó, también, la Cruz del sacerdote católico-, se ha asignado a sí misma la tarea de organizar, moldear y consagrar las relaciones interpersonales, de pareja y familiares en América y Panamá según los cánones judeo-cristianos. Consagrando, tras el manto ideológico-religioso dominante, las costumbres y las relaciones económicas y políticas implantadas (violentamente) en la sociedad colonial-feudal hispanoamericana.

  En América y, en particular, en todo el área circumcaribe al irse consolidando el estadio de la colonización española, para la segunda mitad del siglo XVI, destrozada la comunidad agraria aldeana aborigen y habiendo sido suplantada por la recién formada ciudad colonial, basada en la propiedad privada latífundaria y burocrática militar, y establecida la servidumbre en combinación suisgeneris con la esclavitud, se han formado dos visiones generales del mundo correspondientes al mundo de esa época, aquella de la Aristocracia latífundaria y la burocracia militar administrativa de origen español y aquella de los trabajadores urbanos y del campo de origen también peninsular, más las nacionalidades indígenas y africanas en vía de asimilación forzada.

   Concepciones hibridas y pre-conscientes que, sobredeterminadas por el manto de la ideología cristiano católica, no podían no reflejar en el plano del pensamiento hispanoamericano los intereses antagónicos, contrastantes e irreconciliables existentes entre las clases sociales y nacionalidades llevadas al escenario de la historia por las guerras coloniales de subyugación y la lucha de clases.

   Llegado aquí me recibirán con gritos destemplados curas e historiadores de cátedra: “¿Concepción de clase? ¿Antagonismo y lucha de clases en la sociedad hispanoamericana en esa época? ¡Paparruchas, de marxista desubicado!”. “¿Acaso puede negar usted que -me aleccionarán estos señores- en esa época la “vida y la vida cristiana eran un todo en un mismo medio humano”?”. Es más, cuando ha sido la misma Iglesia católica, actuando como Madre y Maestra, la que concibió y forjó a su imagen y semejanza, poniendo como fundamento y pegamento ideológico para esa unidad, su visión de la sociedad cristiana  americana como un todo armónico de comunión perfecta.

   Ciertamente podría dársele la razón, si ciertos aspectos soslayados en esta bucólica e idílica imagen no nos llamasen la atención. Resulta innegable que la unidad religiosa cristiana de la sociedad colonial de América, en esa época, no sólo es base y fruto de la profunda fe católica de lo diverso y disperso de su componente humano, sino además del temor que inspira la Autoridad eclesiástica y su capacidad de hacer uso de innúmeros medios extraespirituales ( el trabuco y la espada, la hoguera y eso que se ha llamado el “potro”). Esto es, resumiendo, la forjadura de la unidad espiritual iberoamericana con el recurso de la evangelización, por un lado, y la imposición del terror moral sobre los grupos populares, por el otro.

Si entonces la Iglesia católica, todopoderosa y omnipresente, rige y sujeta a millones de seres; moldea su modo de pensar, de actuar y de vivir; impone obligaciones religiosas y reglamenta la actividad laboral, establece los días de descanso sean consagrados a los oficios litúrgicos, a las representaciones teatrales de los “dramas” místicos, a las patronales y fiestas religiosas; convierte la parroquia en centro de la vida privada y pública de los súbditos de la Corona; en fin, si todo  por lo ella actuado y prescrito la comunidad vive por Dios y para Dios, su realidad económica y política es que lo ha hecho para “honra y gloria” de la Iglesia católica misma y … para beneficio y funcionalidad de la Administración militar colonial representante de los Reyes y la Aristocracia feudal de España en América.

¿Resultará de ahí sorprendente el que los pueblos americanos, ese crisol de razas, nacionalidades y clases sociales, unificados por la gracia del Poder político militar colonial y de una religión universalista, interclasista y supracontinental, encuentren su razón de ser nacional, luego de las guerras de independencia y del surgimiento de los Estado-naciones latinoamericanos, en la subordinación adaptativa de su nuevo modo de pensar la realidad americana al viejo revestimiento de esta ideología extraterrenal? Los hacendados criollos ilustrados, revolucionarios independentistas de entonces, habían olvidado complementar la revolución política… con una revolución ideológica en beneficio de las masas del pueblo.

En todo esto Panamá no podía ser la excepción. Lo inacabado de la revolución nacional, la inexistencia de una revolución democrática y la ausencia de una revolución cultural, aun hoy día, nos ata al pasado con pesados grilletes. Por lo que, siendo nuestro país una dada organización económica de deformadas, endebles y petrificadas relaciones sociales semifeudales y neocoloniales de producción, sobre la cual se ha levantado una superestructura político-jurídica en desequilibrio crónico, le ha tocado a la Iglesia católica, una vez más, el fungir de su pegamento ideológico.  

La de cumplir el papel de manto sagrado que cubra, ante los ojos de las masas populares y trabajadoras, toda la opresión social y la desigualdad existente en este podrido sistema económico capitalista comprador, semifeudal y neocolonial. A la enfermedad y putrefacción de tal base real, de su estructura social, debe corresponderle necesariamente unas relaciones familiares, interpersonales y de pareja enfermas, en crisis agónica.

   Al lector podrán parecerle muy duras e injustas estas afirmaciones mías. Duras si, le contesto, pero no injustas; mucho menos atentatorias de los hechos históricos. Nuestra concepción del mundo y de la vida social, vale decir Materialista dialéctica e histórica, es dura, crítica, científica y, sobre todo, demostrable prácticamente, pero no injusta.

   Siguiendo tal orientación  metodológica encontramos que, a la base de la familia feudal-burguesa panameña, de ayer y de hoy, se encuentran elementos medulares de la Concepción católico-bíblica de la familia y la mujer: la consagración de la familia monogámica moderna, con sus ribetes patriarcalistas y machistas; la subordinación e inferioridad de la mujer respecto al hombre; la función maternal y familiar de la mujer como objetivo principal de su existencia; la negación de la sexualidad femenina; la indisolubilidad del matrimonio y su función a la reproducción, y; la tarea de la familia de defender y reproducir los valores y principios católicos en las relaciones entre individuos, los sexos y las clases sociales.

La Iglesia para llevar a cabo su tarea, no sólo se vale del entramaje ideológico que le es propio, de su estructura organizativa piramidal internacional, no sólo de sus actos oficiales como Estado supranacional y de los organismos de masas con que se ha rodeado (tales como Acción católica, Opus Dei, Compañía de Jesús, dominicos, franciscanos, Fundación por la vida, las Guardianas del ropero de María, etcétera), como de organizaciones políticas confesionales (PDC, por ejemplo), sino que interpenetrándose y cubriendo con el Estado oligárquico y el Derecho liberal burgués (aunque sólo sea, recordemos el reaccionario Código de la familia, la mujer y la niñez).

Examinemos, ahora, un poco más detenidamente tales postulados de la doctrina social de la Iglesia católica.

Todo el edificio de dicha doctrina se basa en la llamada teoría del “derecho natural”. Aquí y ahora no me detendré sino brevemente en ésta pretendida “teoría”, pues ello me alejaría del tema tratado; por lo que sólo me limitaré a subrayar que este derecho natural, en líneas generales, está constituido por la familia, la propiedad privada y el Estado. Yo, ahora, solamente tocaré esa parte del así llamado “derecho natural” que corresponde a la visión que tiene la Iglesia sobe la familia y la mujer. 

Desarrollando la “teoría de la familia”, si es que se puede  denominar teoría a éste conjunto de ideas no sustentadas en un método científico de investigación social, el Papa Pío XII apunta como dogmática de fe que, apoyado en el sentido común, la familia es “la célula primera y esencial de la sociedad”. Afirmación indiscutible, pero incompleta. Por su parte, basado en dicha definición y esclareciendo lo esencial de su estructuración, Juan XXIII precisa, “que el padre de familia sea entre los suyos como el representante de Dios”. Apoyándose ambos en Tomás de Aquino, que ha escrito: “El padre por los lazos de la sangre participa en forma particular de la noción de principio que, en su universalidad, se encuentra en Dios (…) El padre es el principio de la generación, de la educación y de la disciplina, y de todo lo que atañe al perfeccionamiento de la vida humana”. ¿Has tomado nota de lo que ellos están proclamando? Ellos están afirmando: familia única e inmutable, con macho-padre como centro y creada por Dios como reflejo de la sagrada familia celestial.

 En otras palabras para la Iglesia, como siempre colocada de espalda a la historia y la sociología,  sólo ha existido un tipo de familia dada de una vez y para siempre: la familia monogámica patriarcal.

Pero ese tipo de estructura familiar, basada en la unión matrimonial de una pareja, de un hombre y una mujer, bajo la preeminencia del padre biológico y, según pretende la Iglesia inmutable por la “gracia divina”, es una realidad social relativamente reciente. Los datos aportados por la historia de la humanidad y las investigaciones de la antropología social establecen que, contrariamente a la hipótesis de su origen divino y por ende sobrenatural y eterna, la familia patriarcal sólo tiene unos 7000 años de existencia. Convendrá el lector que estos 7 mil años con relación a los dos millones de años en la historia natural del hombre y de su organización social, por ende tal tipo relación familiar, resulta apenas una brizna dentro de este largo lapso de tiempo.

Más aun que hubo y hay todavía en ciertas regiones del planeta, sociedades humanas en que la organización familiar establece la descendencia por la línea materna y no por la paterna; en las que el macho-padre no cumple ninguna de esas funciones que son propias en la familia tal cual establece el Viejo testamento.

Por el contrario comprobaremos que, siguiendo los enunciados científicos del Materialismo Histórico y de las ciencias particulares, la familia tiene una historia, una evolución y que no es fija e inmutable. Que al mismo tiempo de ser “célula social”, es una relación social de producción. La que ha tenido su origen cuando los hombres, como ha remarcado Carlos Marx, “han comenzado a producir sus medios de subsistencia” (Marx y Engels, La ideología alemana).

Esta producción -prosigue Marx– aparece ya con el aumento de la población, presuponiendo relaciones entre los individuos, y una de esas relaciones que interviene; desde sus orígenes, del desarrollo histórico; es que los hombres, los cuales se rifan cada día su propia vida, comienzan a hacer otros hombres, a reproducirse; es la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos; la familia.  Esta familia que desde el principio es la única relación social, deviene más tarde, cuando las aumentadas necesidades generan nuevas relaciones sociales y el aumentado número de la población crea nuevas necesidades, una relación subordinada y que debe ser tratada y explicada en base a los datos empíricos existentes, y no en base simplemente al +concepto+ de familia”.

Estas aseveraciones de Marx, respecto al origen de la institución familiar como primera gran división social del trabajo, me parecen suficientemente claras. No obstante, en aras de una mejor comprensión de esta cuestión referente a la familia me atreveré a cita a otra autoridad en la materia, a Federico Engels. Quién en su magistral libro “El origen de la familia, de la propiedad privada y el Estado” escribe,

 … los hombres primitivos, en la época en que pugnaban por salir de la animalidad, o no tenían ninguna noción de la familia o, a lo sumo, conocían una forma que no se da en los animales. … remplazan la carencia de poder defensivo del hombre aislado por la unión de fuerzas y la acción común de la horda”. Ya aquí, con la horda, dice Engels, un tipo de organización social más elevada que la manada animal, nos encontramos con una particularidad suya, la forma más antigua y primitiva de la familia: la promiscuidad sexual.  En la que todo hombre era para toda mujer, y toda mujer para todo hombre. Aunque este hecho, escribe Engels, “no excluía la unión de parejas por un tiempo determinado”.

 El siguiente estadio en el desarrollo histórico de la familia, lo ha sido la organización de la familia consanguínea, sobre la base de la cual se establecerá la sociedad por clanes,  característica del comunismo primitivo. “Aquí -dice Engels- los grupos conyugales se clasifican por generaciones: todos los abuelos y abuelas, son maridos y mujeres entre si; lo mismo sucede con sus hijos, es decir con los padres y madres; los hijos de éstos forman el tercer círculo de conyugues comunes; y sus hijos, es decir los biznietos, el cuarto”. En esta forma de matrimonio por grupo, quedan excluidos los ascendientes y los descendientes. Esto quiere decir, que hermanos y hermanas son maridos y mujeres recíprocos.

Un nuevo estadio lo encontramos con la familia “punalúa”. En la cual se excluía a los hermanos y hermanas carnales. Según la costumbre, cierto  número de hermanas carnales o más lejanas (es decir, primas en primer, segundo y tercer grado de parentesco), eran mujeres comunes de sus maridos comunes,  con la sola exclusión de sus propios hermanos. Estos maridos por su parte, no se llamaban entre sí hermanos, pues ya no tenían necesidad de serlo, sino +punalúa+, es decir compañero íntimo u asociado.

 En ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza quién es el  padre de la criatura, pero sí sabe quién es la madre. Por lo que sólo se reconocía parentesco por la línea materna.

El tercer estadio, el tipo de familia sindiasmico. En esta etapa un hombre vive con una mujer por un período más o menos largo; el hombre tenía una mujer principal entre sus numerosas esposas, y para ella era el esposo principal entre todos los demás. Mientras que la poligamia seguía siendo un derecho para los hombres; al mismo tiempo se exigía la más estricta fidelidad a la mujer mientras dure la vida en común. Tal vínculo matrimonial era fácilmente disoluble por una u otra parte, aunque los hijos, como antes, sólo pertenecían a la madre.

La familia sindiásmica, no sólo no suprimía si no que fortalecía la economía doméstica comunista, así como el predominio de la mujer en la casa. Sobre este predominio de la mujer en el hogar primitivo, lo que ha venido a llamarse matriarcado, vale que repitamos las palabras del etnólogo Arthur Wright, citado por Engels,  “Respecto a sus familias, en la época en que aun vivían en las antiguas casas largas (domicilios comunistas de muchas familias)… predominaba allí un clan y las mujeres tomaban sus maridos en otros clanes … Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa: las provisiones eran comunes, pero desdichado del pobre marido … que era demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la comunidad ¡Por más hijos o enseres personales que tuviese en la casa, podía a cada instante verse conminado a liar sus  bártulos y tomar el portante! Y era inútil que intentase oponer resistencia, porque la casa se convertía para él en un infierno; no le quedaba más remedio sino volverse a su propio clan o, lo que solía suceder más a menudo, contraer un nuevo matrimonio en otro. Las mujeres constituían una gran fuerza dentro de los clanes, lo mismo que en todas partes. Llegado el caso,  no vacilaban en destituir a un jefe y rebajarle a simple guerrero”.

Para que de la familia sindiásmica se pasase a una monogamia estable fue menester que en el fondo de la sociedad comunista primitiva,  con su propiedad y distribución colectiva y su preeminencia del matriarcado, se pasara a la propiedad privada de cada familia, el acrecentamiento de los productos de la producción y la generación de un excedente por encima de las necesidades de la comunidad. Con ello se dio paso a la familia monogámica patriarcal.

Explicando eso Engels escribe, “Las riquezas, a medida que iban en aumento, daban por una parte, al hombre una posición más importante que a la mujer en la familia y, por otra parte, hacían que naciera en él la aspiración de valerse de esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía hacerse mientras permaneciera vigente la filiación según el derecho materno. Este tenía que ser abolido, y lo fue”. Y esa transformación social fue una auténtica revolución, “una de las más profundas que la humanidad ha conocido”.

Engels, subrayando la importancia del significado más profundo de ésta revolución, escribió, “El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa, la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción”.  Esta recién entrenada dominación del hombre sobre el hogar familiar ha sido con el expreso y único fin de “procrear hijos de paternidad incontestable, y esta paternidad es exigida porque ha de llegar el día en que esos hijos entrarán en posesión de la fortuna paterna en calidad de herederos directos”. (Engels, obra citada).  

Todo ello demuestra cuán arbitraria es la afirmación de la Alta jerarquía eclesial sobre que el Creador ha sido quién “ha dado a la comunidad matrimonial, en la alborada paradisíaca del género humano, la dignidad inviolable del matrimonio uno e indivisible” (Pío XII, Alocución a los recién casados, 1941).

A la base del matrimonio monogámico patriarcal se encuentra, cuando ha surgido, no el amor -inviolable por cuando imagen y semejanza del amor celestial- sino el hecho económico de la victoria de la propiedad privada sobre aquella colectiva primitiva, la exigencia de transmitir la herencia y la degradación de la situación social de la mujer.

La familia conyugal moderna, tanto en el Oriente comprador y feudal  como en el Occidente imperialista y/o comprador semifeudal, se funda en la esclavitud doméstica, declarada o encubierta, de la  mujer. En dicha relación social familia, el hombre personifica al burgués, mientras la mujer representa al proletariado.

Contrariamente a las conclusiones expuestas en nuestro apretado bosquejo sobre el origen y desarrollo de esa institución social denominada familia, la Iglesia católica  parte de una diferente posición.

 Señalando que la inferioridad y subordinación de la mujer respecto al hombre forma parte de la doctrina católica ya desde el Antiguo Testamento, y muy particularmente del texto denominado “Génesis” que trata del origen del hombre y su relación con Dios.

Así según el mismo, Dios primero crea al macho-hombre y le otorga todo lo creado, y, después, para que éste no se encuentre solo, de sus costillas crea otro ser que el hombre llama Mujer. De ahí que para la doctrina cristiano católica la dependencia e inferioridad de la mujer respecto al hombre sea originaria.

El macho-hombre ha sido puesto, aunque bajo la “vigilancia” de Dios, como protagonista del mundo material, árbitro de las cosas y de toda la humanidad. En cambio a la mujer, una vez creada, el “sabio” Creador no le dice nada: la presenta al hombre a fin que la conozca y la tome en posesión como “carne de su carne, hueso de sus huesos”, según dice la Biblia. La mujer ha sido creada para “ayudar” y ser “gloria” del hombre.

En conformidad con ese mandato divino la tarea de la pareja hombre-mujer resulta ser: para el hombre (Adán) la de cuidar y velar por la mujer y aquella de Eva (la mujer)  la de parir los hijos de Adán. Ello corresponde, a lo que la Iglesia ha dado en llamar “el estadio de la inocencia original”.

Luego con la doctrina del “pecado original”,  la inferioridad y subordinación de la mujer deviene impuesta y justificada como expiación por la culpa de Eva. Dado que fue ella, la que pecó primero e indujo a Adán a pecar. Entonces, Yahvé Dios maldice a la mujer: “multiplicaré tus afanes y tu gravidez, serás madre en el dolor, estarás bajo el poder del marido y él te dominará”.

Esa situación de la mujer es también remarcada en el Nuevo Testamento, por ejemplo en la carta “a los Corintios” Pablo crudamente dice: “quiero que sepas que jefe de todo hombre es Cristo, que el jefe de la mujer es el hombre y que el jefe de Cristo es Dios… La mujer es la gloria del hombre, y el hombre no fue creado con motivo de la mujer, sino la mujer con motivo del hombre”.

De lo que llevamos expuesto resalta claramente que a la base de toda la doctrina católica se encuentra el más profundo odio antifemenil. El menosprecio y la subyugación de la mujer. Así podemos ver, entre otras citas que pudiésemos apuntar, por ejemplo, a Tertuliano que con voz flamígera proclama: « Mujer eres la puerta del diablo. Has persuadido a aquél a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente. Por tu culpa tuvo que morir el hijo de Dios; deberías ir siempre vestida de duelo y de harapos"; en la misma onda anda  Agustín de Hipona: "La mujer es una bestia que no es firme ni estable".

Así pues la Iglesia, reiterativamente, ratifica el status quo de la mujer en la familia patriarcal y ha de declarar que, “el cuidado de la casa (…) constituye el centro y el terreno de la actividad principal (de la mujer)” (Pío XII, Alocución  a las participantes en el primer congreso italiano sobre el trabajo femenino, 1945).

Como la moderna sociedad capitalista, siempre en búsqueda de acrecentar el capital, induce a la mujer a salir del hogar y a entrar a las empresas y fábricas, haciendo temblar los fundamentos ideológicos de la familia monógama patriarcal (burguesa), la Iglesia cristiana católica con dureza a de estatuir, “el trabajo de las madres de familia está, por sobre todas las cosas, en la casa o en las dependencias de la casa, y entre las ocupaciones domésticas.  Es por tanto un abuso nefasto, y que a toda costa hay que hacer desaparecer, el que las madres de familia, a causa de la modicidad del salario paterno, estén obligadas a buscar fuera de la casa una ocupación remuneradora, descuidando los muy particulares deberes que les incumben, principalmente la educación de los hijos”. (Pío XI, Cuadragésimo Año).   
 
Si se queja de los míseros salarios que perciben los maridos obreros y reivindica ellos sean suficientes para la manutención de la familia, lo hará simple y llanamente con el fin de que “la esposa y madre se restituya a su propia vocación, en el seno del hogar doméstico” (Pío XII, Alocución a las participantes en el primer congreso italiano sobre el trabajo femenino. 1945).

   Asimismo, la función materna y familiar de la mujer en la doctrina social cristiana es personificada por la figura de María. María “madre de Cristo”, cuya vida y escogencia debe servir de ejemplo imperativo para todos los creyentes y de modelo para todas las mujeres.

   Ella es la antítesis entre la mujer-pecadora, Eva, y la mujer-señora, virgen, madre, esposa, totalmente sometida y dedicada a Dios, fiel al esposo, elevada a la dignidad por el sacrificio, el dolor, a la renuncia de sí misma y de las cosas del mundo, personificada en la figura de María.
   Tal antítesis ideal impone a la mujer una escogencia material forzada, falsa e hipócrita;  para verse  libre de  la mancha  del pecado  y  la inmoralidad, debe renunciar a sus derechos humanos, a la lucha por la igualdad con el hombre, a la participación activa en la vida económica, social, política y cultural; en fin, a emanciparse a sí misma convirtiéndose en parte consciente de la revolución y edificación de la sociedad socialista; resignándose a aceptar alegre el papel de madre y esposa, subordinada al macho-hombre, a la sociedad que la sofoca y a Dios.

 Asimismo, la función materna y familiar de la mujer en la doctrina social católica es personificada por la figura de María. María “madre de Cristo”,  cuya vida y escogencia debe servir de ejemplo imperativo para todos los creyentes y de modelo para todas las mujeres.

Ella es la antítesis entre la mujer-pecadora, Eva, y la mujer-señora, virgen, madre, esposa, totalmente sometida y dedicada a Dios, fiel al esposo, elevada a la dignidad por el sacrificio, el dolor, a la renuncia a sí misma y de las cosas del mundo, personificada en la figura de María.

Tal antítesis ideal impone a la mujer una escogencia forzada: para verse libre del estigma del pecado y la inmoralidad, debe renunciar a sus derechos humanos, a la lucha por la igualdad con el hombre,  a la participación activa en la vida económica, social y política; en fin, a emanciparse a sí misma convirtiéndose en parte consciente de la revolución social y resignarse a aceptar alegre el papel de madre y mujer, subordinada al macho-hombre, a la sociedad y a Dios.

En fin que la tal “libertad de escogencia” supuestamente a gozar por la mujer se reduce a escoger entre ser “mujer de mala vida” o tener que entregarse virgen al hombre, como conyugue y madre.
Consiguientemente, como se deja ver, para la doctrina social de la Iglesia resulta ser condición “natural” la negación de que la sexualidad femenina pueda ser independiente de la reproducción. En otras palabras,  que la sexualidad femenina está en exclusiva función y en estrecha ligazón con la fecundación.

 Para ella, lo mejor para la mujer es acercase lo más posible a Dios, salvaguardar su virginidad entrando a un Convento y convertirse en “esposa de Dios”. En contrapartida, como alternativa a la virginidad consagrada a Dios, le queda a la mujer el matrimonio religioso como único medio de santificar toda unión carnal con el hombre.

En el matrimonio como en el compromiso la mujer no sólo debe ser casta, sino que parecerlo. Por lo que, las relaciones pre-matrimoniales resultan ser pecaminosas. De ahí que, sea dicho entre paréntesis, la mujer antes y en el momento del matrimonio deba dar pruebas de su virginidad (tales como el anillo de compromiso, el vestido blanco, la de la sabana a la mañana siguiente luego de consumado el matrimonio y la concesión al marido del “derecho” a repudiarla si la encontrase no-virgen, etc.), y el que en el matrimonio sea reprensible toda manifestación de sexualidad en búsqueda del placer reciproco y no, forzosamente, dirigido a la reproducción.

En esto, como habrá podido notar el lector o la lectora, el respeto a las exigencias y los sentimientos de la mujer no son tenidos en cuenta para nada. De lo que se puede deducir que la mujer efectúa un acto de donación al marido -su virginidad y su libertad sexual- viéndose convertida en un simple objeto sexual , a la vez que el tener que realizar el acto sexual íntima y prácticamente con la exclusiva mira de parir hijos para la alegría del macho-hombre.

Una tal y condenación de la sexualidad, para la Iglesia, deriva del pecado de la carne.  Como Eva, personificación de todas y cada una de las mujeres, ha sido la primera pecadora, la iniciadora del pecado original, todo el peso represivo de la ley moral de Díos (de la Iglesia católica cristiana se entiende) se dirige con particular dureza contra ella. Y dado que centralmente sobre la mujer recae el peso del pecado, de la inmoralidad, de la lujuria y de la expiación de la pena, toda la sociedad se encarga de “velar” que así sea y de que no reincida en ello.

Por lo que la relaciones pre-matrimoniales y las llamadas uniones naturales, esto es el matrimonio no sancionado por la Iglesia, resultan impúdicos, ilegítimos y “contaminantes del templo del espíritu santo”; el lesbianismo y la homosexualidad resultan una “funesta consecuencia de un rechazo de Dios”; la  masturbación constituye un grave “desorden moral”, y; el “uso de las facultades sexuales fuera de las relaciones conyugales normales” ( o sea el puro acto en sentido no fecundativo) constituye impureza, depravación de las costumbres generadas por la comercialización del vicio (es decir, la prostitución), manifestación condenable ocasionada por la pérdida del sentido de Dios.

Proclamaciones de brutalidades tales y manifestaciones de tal terrorismo moral, la humanidad sólo las ha conocido en los tiempos de las Cruzadas y del reinado fundamentalista de la Inquisición. 
 Para la “teología del cuerpo” ser mujer equivale a ser madre. Claramente lo estatuyo el Papa Wojtylah, sobrenombrado Juan Pablo II, cuando afirmaba, “el producto de la fecundación es un hombre nuevo nacido de la mujer generadora por obra de un padre generador”. Con lo que subordina a la mujer  aún en la reproducción al papel primario generador del macho-hombre, con lo que la convierte o degrada a una incubadora alienada del control y autodeterminación sobre un proceso biológico que se cumple en su propio cuerpo. 
         
O sea, la mujer es reducida a casi un animal incapaz de vivir de por     y conscientemente  como  un   ser social, en  plena  y  total inigualdad con el hombre no sólo sexual, sino en la vida productiva, social, espiritual y políticamente. Mientras que, por otro lado, la mujer aun en la función que le reconoce la Iglesia, y según para el cual ella existe, resulta ideal y moralmente expropiada.

Para la tradicional doctrina social de la Iglesia una pilastra central resulta ser su rechazo y penalización del aborto como “pecado mortal contra la vida”.

Abominable nueva culpa por la que debe pagar la mujer, negándosele el derecho de disponer de su propio cuerpo, al beneficio de la anti-concepción y el de programación del nacimiento como derecho social de la mujer.

Hoy, una tal postura de rechazo es reafirmada por la Iglesia con mayor encarnizamiento y rabia, en una oposición abierta contra la mujer. Máxime cuando ella, la mujer, ha devenido combatiente de primera fila por la perspectiva de una sociedad más avanzada, humana, justa y progresista; asumiendo el socialismo como arma ideológica y moral contra todo espíritu  oscurantista, reaccionarista y de terrorismo moral, y por la autoemancipación definitiva del género humano..


 











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periodista obrero. Comunista (marxista-leninista). Antiimperialista, anticapitalista y antimilitarista.