En torno
a la figura de Trotsky existe mucho mito y muy poca realidad. A esto ha
contribuido de manera muy importante la propaganda imperialista. En la lucha
contra el comunismo, y, particularmente, en la labor de destrucción y
demonización de una figura histórica como la de Stalin, esta propaganda se ha
valido, una vez más, del manido argumento de los buenos y los malos. Y si
Stalin, como no se han cansado de repetirnos a lo largo de décadas y décadas,
era el malo (y más que el malo, el propio diablo con cuernos y rabo), el bueno
debía ser necesariamente Trotsky.
La
leyenda que sobre Trotsky ha inventado el imperialismo no es más que una
fabulación al servicio de las campañas contra Stalin, vale decir contra el
comunismo, por cuanto el antiestalinismo no es más que otra forma de denominar
el anticomunismo. Existe una incompatibilidad manifiesta en reivindicarse
antiestalinista y comunista a un tiempo. El antiestalinismo es una criatura del
imperialismo. Y quien de un modo u otro comparte la propaganda negra sobre
Stalin no puede bajo ningún concepto formar en las filas del movimiento
comunista.
Trotsky,
el legítimo heredero de Lenin.
Una
de las grandes mentiras de la historiografía burguesa es la de que el legítimo
heredero de Lenin no era otro que Trotsky.
Dejaremos
de lado, por el momento, lo que Lenin opinaba sobre Trotsky (aunque citaremos
algunas de esas opiniones más adelante), para centrarnos en la relación que
éste último mantuvo con el bolchevismo.
Un
solo dato sintetiza de la forma más clara la naturaleza de esta relación:
Trotsky se hizo bolchevique sólo un par de meses antes de la Revolución de Octubre.
Fiel a su inveterado oportunismo, supo subirse a tiempo al carro que más le
convenía. Es seguro que si los bolcheviques no hubieran tenido posibilidades de
tomar el poder, Trotsky ni se hubiera planteado integrarse en sus filas, como
no lo hizo a lo largo de más de una década. De hecho, esperó hasta el último
momento para hacerlo, cuando vio confirmado que eran la única fuerza política
que podía permitirle hacer carrera como líder revolucionario.
Desde febrero de 1917 hasta su incorporación a los bolcheviques, intentó, como
siempre, nadar entre dos aguas, en la fracción de los llamados
“interdistritales”, desde la que podía saltar a derecha o izquierda, según se
desarrollaran los acontecimientos.
La
legitimidad que el trotskismo reclama sobre el bolchevismo no tiene, por tanto,
ningún fundamento. Trotsky y el trotskismo han sido siempre completamente
ajenos, y, de hecho, hostiles, al bolchevismo. Trotsky, en numerosas ocasiones,
a lo largo de más de una década, criticó del modo más acerado a los bolcheviques,
acusando a Lenin de querer imponer en el Partido un régimen cuartelero, de
querer implantar, no la dictadura del proletariado, sino la dictadura sobre el
proletariado. Pronunciamientos de este tipo los hizo por decenas, y no les
pueden ser desconocidos a quienes estén mínimamente familiarizados con la
trayectoria de este personaje. Se puede decir que los argumentos que utilizó
contra Lenin antes de hacerse pasar por bolchevique fueron aproximadamente los
mismos que utilizó posteriormente contra Stalin. Hay un hilo conductor que une
la lucha de Trotsky contra Lenin antes de 1917 y la que desarrolló después
contra Stalin, aunque, en este caso, desarrolló esta lucha, paradójicamente,
apoyándose en el propio Lenin.
En
una carta a Nikolái Cheidze (líder menchevique) de 1913 (sólo cuatro años antes
de la afiliación de Trotsky a los bolcheviques), decía cosas como ésta,
cargadas del más radical odio a Lenin y al leninismo: «Los “éxitos” de Lenin no
me provocan más preocupaciones. Ahora no estamos en 1903, ni en 1908… En una
palabra, todo el edificio del leninismo en el momento presente se
levanta sobre mentiras y falsificaciones y lleva consigo el inicio venenoso de
su propia disolución. No hay ninguna duda: si el otro bando [los
mencheviques] actúa de forma inteligente, en un futuro muy próximo se
iniciará una cruel disolución entre los leninistas (…)».
Y
todavía al final de su vida, en la seudo-biografía que escribió sobre Stalin (y
que no llegó a terminar, debido a un inoportuno accidente con un instrumento de
escalada), le vuelve a salir la inquina antibolchevique y llega a afirmar que
«lo que sigue siendo misterioso es cómo un Partido [el bolchevique] cuyo Comité
Central se componía en sus dos terceras partes de enemigos del pueblo y agentes
del imperialismo pudo vencer».
Dos
cosas resultan muy chocantes en esta afirmación, y sólo una conclusión clara
sacamos de ella. La primera, que en esta misma “biografía” dice que «un
revolucionario de la contextura y los arrestos de Lenin sólo podía estar al
frente del partido más intrépido, capaz de llevar sus ideas y acciones a su
lógica conclusión» o que la «dirección bolchevique hubiera llegado a encontrar
el camino recto sin Lenin, pero despacio, a costa de fricciones y luchas
intestinas». ¿En qué quedamos? ¿Era el Partido Bolchevique un partido dirigido
por elementos contrarrevolucionarios y, por lo tanto, es un “misterio” que
llegara a tomar el poder? ¿O era un partido tan intrépido y revolucionario que
hubiera sido capaz de tomar el poder incluso sin el liderazgo de Lenin? Lo que
es un “misterio” es como alguien puede ser tan oportunista -y tan estúpido,
todo hay que decirlo- como para contradecirse de una manera tan flagrante en el
proceso de redacción de un mismo texto.
Por
otro lado, no se entiende muy bien que Trotsky, quien reclamaba para sí
la herencia bolchevique, hiciera afirmaciones como ésta o que
la principal acusación que lanzara contra Stalin fuera la de que en los
procesos de Moscú había exterminado a la mayor parte de la vieja guardia bolchevique.
¿Por qué se erigía en defensor de esa vieja guardia si él mismo, después de los
procesos de Moscú, consideraba que se «componía en sus dos terceras partes de
enemigos del pueblo y agentes del imperialismo»?
Por
último, la única conclusión clara que podemos sacar de estas palabras es que
bajo el barniz de “bolchevique-leninista” (así se denominaban a sí mismos los
trotskistas), Trotsky nunca dejó de ser un feroz antibolchevique y
antileninista. Siempre vivió en esta esquizofrenia desde su afiliación a los
bolcheviques. Por temperamento, por sus posiciones ideológicas, por su forma de
entender la actividad política, tan aristocrática y elitista, no podía ser
bolchevique. Pero debía hacerse pasar por bolchevique si quería cumplir algún
papel en el movimiento comunista internacional. Finalmente, no consiguió ni una
cosa ni la otra: no consiguió hacerse pasar por bolchevique; y el papel que
cumplió respecto al movimiento comunista internacional no fue el de un líder,
sino el de un enemigo.
Pero regresemos
al período anterior a la Revolución de Octubre. A lo largo de este período,
Trotsky no fue ajeno únicamente al bolchevismo; lo fue también respecto al
propio Partido Socialdemócrata ruso en su conjunto. En su afán por mantener
siempre una posición propia (su personalismo rayaba en la patología), Trotsky
no terminó de integrarse en ninguna de las diferentes fracciones
socialdemócratas; basculó entre unas y otras, si bien con una cierta
inclinación hacia los mencheviques. Esta indefinición, este oportunismo llevó a
Trotsky a vivir durante años al margen de la disciplina de Partido, sin ninguna
relación con el trabajo práctico que éste desarrollaba en el interior de Rusia,
fundando periódicos en el exilio para poder dar rienda suelta a su conocida
grafomanía y dedicándose a lo único que sabía hacer: a ejercer de charlatán a
tiempo completo (en Trotsky, encontramos muchas similitudes con elrevolucionario
virtual actual, es decir, con aquéllos que se dedican a aleccionar al
personal en la red sobre las verdades del marxismo, pero que no desarrollan ni
tienen intención de desarrollar ninguna actividad práctica en relación con la
ideología que dicen defender). Después de un breve período de militancia
juvenil, de un no menos breve paso por prisión, su extrañamiento en Siberia y
la posterior marcha al exilio, sólo se dejó caer por el interior de Rusia en
los momentos álgidos, con el estallido de la revolución de 1905 (tras la que
pasó otro período de prisión y de destierro en Siberia) y la de febrero de
1917. El trabajo gris y ciertamente heroico que desarrollaban los militantes
prácticos socialdemócratas en el interior no le merecía la menor atención. Lo
suyo eran los grandes mítines, la trascendencia histórica (con la que siempre
estuvo obsesionado) y la literatura de altos vuelos. De ahí que sólo se dignara
a bajar del pedestal de seudointelectual en el que tan cómodamente se hallaba
instalado para realizar alguna actividad realmente relacionada con la lucha
revolucionaria cuando dicha actividad consistía en darse un buen baño de masas
en algún soviet de San Petersburgo.
Lunacharski
(quien fue compañero de Trotsky en los “interdistritales”) manifestaba lo
siguiente: «Trotsky está, indudablemente, más inclinado a retroceder y
observarse a sí mismo. Trotsky atesora su papel histórico y es posible que
estuviese dispuesto a realizar cualquier sacrificio personal, sin excluir el
mayor de todos –el de la propia vida-, a fin de permanecer en la memoria humana
rodeado de la aureola del genuino líder revolucionario.» (Lunacharski, artículo
titulado “A diferencia de Lenin”)
Podemos
comparar esta trayectoria con la de quien la historiografía imperialista
considera un usurpador del trono de Lenin. Hablamos, cómo no,
de Stalin.
Éste,
al contrario que Trotsky, fue bolchevique desde el minuto uno en que se
conformó esta fracción en el seno de la socialdemocracia rusa; hasta 1917, fue
principalmente un militante práctico (sin excluir la labor teórica, como su
folleto “El marxismo y la cuestión nacional”), poco amigo de los lucimientos
personales, y siempre dispuesto a abordar cualquier tarea que le encomendara el
Partido. Es en Stalin, al igual que en otros muchos militantes
socialdemócratas, en quien vemos encarnado el auténtico espíritu bolchevique.
En Trotsky, por el contrario, se encarnaba lo peor del intelectualismo
pequeñoburgués, una innegable tendencia al exhibicionismo y un no menos
innegable narcisismo.
Trotsky,
por cierto, tachaba a Stalin de estrecho de miras, de política e
ideológicamente limitado, de aldeano, en suma. Lo cierto es que Stalin se sitúa
muy por encima de Trotsky (como una secuoya respecto de una babosa), no
sólo desde el punto de vista de la militancia práctica, sino también como
teórico. Podemos contar a Stalin, sin ninguna duda, entre los más prominentes
teóricos marxistas. Y podemos contarlo también entre los teóricos marxistas que
con mayor sencillez y sentido pedagógico ha tratado las grandes cuestiones del
pensamiento comunista. ¿Qué legado dejó Trotsky? Toneladas de frases
altisonantes pero completamente vacías de contenido, un continuo desbarrar
intelectual, pura morralla, en definitiva. Salta a la vista, para cualquiera
que tenga un mínimo de conocimiento del marxismo, que Trotsky era una nulidad
teórica absoluta. Hay que reconocerle una cierta habilidad literaria. Pero esto
no le convierte en un teórico marxista. Saber escribir y hacer un correcto
análisis de la realidad, son dos cosas muy diferentes.
Su
conocimiento de la economía política marxista era de lo más superficial. El
materialismo dialéctico ni lo conocía ni, por supuesto, sabía aplicarlo (lo que
explica muchas de sus tonterías sobre la “revolución permanente” y su
incapacidad para entender en qué consiste una táctica auténticamente
revolucionaria). Krupskaia, en una crítica que hizo de un texto de Trotsky
titulado “Lecciones de Octubre”, dijo de él: «El análisis marxista nunca fue el
punto fuerte del camarada Trotsky».
Trotsky,
sencillamente, no era marxista ni podía serlo. Fue un intelectual
pequeñoburgués que se vio arrastrado hacia al marxismo, pero nunca pudo
comprenderlo y aprehenderlo verdaderamente. De aquí su inadaptación en
el seno de la socialdemocracia rusa, el rechazo más o menos velado o más o
menos explícito que le profesaban la mayoría de los miembros de todas las corrientes
socialdemócratas. De aquí que terminara por convertirse en el mascarón de proa
del anticomunismo. Acabó donde tenía que acabar: en el campo de la reacción.
En
cuanto a su importancia histórica, Trotsky tampoco aguanta el tipo en la
comparación con Stalin. Por un lado, tenemos a quien comandó de forma exitosa
la primera experiencia de construcción socialista de la historia, al Ejército
Rojo que derrotó, prácticamente en solitario, a los nazis, a quien contribuyó
de manera decisiva a la instauración del socialismo en gran parte del globo.
Por el otro, tenemos a un buhonero de la política, al líder de
una fantasmal IV internacional, a una marioneta del imperialismo, de quien sólo
conservamos recuerdo merced a la propaganda imperialista y merced al propio
Stalin, en el sentido de que Trotsky no tiene entidad por sí mismo, sino
únicamente como contrapunto a Stalin, como el ángel que el
imperialismo necesitaba contraponer al diablo georgiano.
Y,
por cierto, en relación a la legitimidad o ilegitimidad de Trotsky o Stalin
como herederos de Lenin, se suele sacar a colación el llamado
Testamento de este último. Al margen del grado de autenticidad que se le pueda
atribuir a este documento, Lenin se limitó a achacar a Stalin que era
excesivamente brusco, caprichoso y otros calificativos similares. Pero no deja
a Trotsky en mejor lugar, a quien dirige adjetivos poco halagüeños y todos
relacionados con su presunción, su altanería y, curiosamente, con su tendencia
al burocratismo. Y, en cualquier caso, en este pretendido testamento, no se
designa a Trotsky como su heredero (si es que podemos utilizar
un término como éste en el seno del movimiento comunista), sino que se descarta
tanto a uno como otro como futuros secretarios generales del Partido. De modo
que tampoco este documento respalda la teoría sobre el “hijo pródigo” que,
según algunos (básicamente, según los cuatro trotskistas que aún continúan en
la brecha y según los historiadores anticomunistas), sería Trotsky para Lenin.
Para
dejar las cosas bien claras, vamos a citar lo que dijo el propio Lenin sobre
Trotsky.
«Trotsky
(…) no tiene precisión ideológica y política, porque su patente para el “no
fraccionismo” (…) es simplemente una patente para volar libremente,
de acá para allá, de un grupo a otro».
»(…)
escudándose en el “no fraccionismo”, Trotsky defiende los intereses de un grupo
en el extranjero, que carece particularmente de principios definidos y no
tiene base en el movimiento obrero de Rusia».
»(…)
no es oro todo lo que reluce. Hay mucho brillo y mucho ruido, pero ningún
contenido en las frases de Trotsky.» (Artículo de 1914, titulado «Ruptura de la
unidad encubierta con clamores sobre la unidad»)
«Trotsky
era un ferviente “iskrista” en 1901-1903, y Riazanov describe su papel en el
Congreso de 1903 como “garrote de Lenin”. A fines de 1903, Trotsky era un
ferviente menchevique, es decir, se pasó de los “iskristas” a los
“economistas”. (…) En 1904-1905 abandonó a los mencheviques y ocupó una
posición vacilante, ora colaborando con Martov (el “economista”), ora
proclamando su teoría absurdamente izquierdista de la “revolución permanente”.
En 1906-1907 se acercó a los bolcheviques, y en la primavera de 1907 declaró
estar de acuerdo con Rosa Luxemburgo».
»En
la época de la desintegración, después de largas vacilaciones “no
fraccionistas”, se situó de nuevo a la derecha, y en agosto de 1912 formó un
bloque con los liquidadores. Ahora ha vuelto a abandonarlos, aunque, en
esencia, repite sus burdas ideas».
»Jamás,
ni en un solo problema serio del marxismo, ha sostenido Trotsky una opinión
firme. Siempre se las ingenió para “deslizarse por entre las rendijas” de tales
o cuales divergencias, y para pasar de un campo a otro». (“El derecho de las
naciones a la autodeterminación”. 1914)
En
una carta a Kollontai, en febrero de 1917, expresa Lenin de manera aún más
rotunda qué opinión le merece Trotsky: «¡¡Este Trotsky es un cerdo: frases de
izquierda y un bloque con la derecha contra la izquierda de Zimmerwald!! ¡¡Hay
que desenmascararlo (…)!!»
Y
en la misma línea y por las mismas fechas, esta vez en carta a Inesa Armand:
«¡¡llegó Trotsky y este canalla se entendió en seguida con el ala derecha
de Novi Mir contra los zimmerwaldistas de izquierda!! (…)
¡¡Ese es Trotsky!! Siempre fiel a sí mismo, se revuelve, estafa, posa de
izquierdista y ayuda a la derecha (…)».
Basta
con estas pocas citas para que no quede ni asomo de duda sobre cómo valoraba
Lenin a su hijo pródigo.
Trotsky,
el defensor de la democracia obrera y el antiburocratismo.
Se
ha solido presentar a Trotsky como el representante de la democracia obrera y
como el antiburócrata por excelencia, una vez más, en contraposición a Stalin,
el dictador sin escrúpulos y el paradigma del burocratismo. Y, una vez más,
también nos encontramos ante una leyenda.
En
el debate que a principios de los años 20 se desarrolló en torno al papel que
los sindicatos debían jugar en el proceso de construcción de la economía
soviética, ya se puso de manifiesto hasta qué punto Trotsky era cualquier cosa
menos un irreconciliable enemigo del burocratismo. Trotsky defendía que los
sindicatos debían ser absorbidos por el Estado, que debían convertirse en parte
del aparato administrativo de éste. Lenin y Stalin (el gran burócrata) se
posicionaron contra este planteamiento. Consideraban que los sindicatos debían
conservar una cierta independencia respecto al aparato del Estado, entre otras
cosas, porque en aquel período ni siquiera se había iniciado la construcción
socialista como tal, sino que apenas se estaban sentando las bases para hacerlo
y, como es sabido, la NEP permitía, si bien dentro de unos límites, la economía
capitalista, por lo que los sindicatos necesitaban de esa independencia para
defender los derechos de los trabajadores. Trotsky, el antiburócrata, era
partidario de la burocratización y hasta de la militarización de los
sindicatos.
Respecto
a su concepción del Partido, unas pocas frases del artículo de Krupskaia
anteriormente citado: «Trotsky habla mucho sobre el Partido, sin embargo, para
él, el Partido son los líderes, los jefes.» «Trotsky no reconoce el papel
desempeñado por el Partido en su conjunto, como una organización única y
cohesionada. Para Trotsky, el Partido es sinónimo de dirección central».
Stalin,
por su parte, redundando en este mismo planteamiento, en su artículo “La
fisonomía política de la oposición rusa”, dice: «Trotsky no comprende lo que es
nuestro Partido. No tiene una idea cabal de nuestro Partido. Mira a nuestro
Partido como el aristócrata a la plebe o como el burócrata a los subordinados».
Krupskaia,
que en algún momento parece que tuvo cierta cercanía con los postulados de la
llamada Oposición Unificada en los años 20 (fracción encabezada por Trotsky,
Kamenev y Zinoviev), consideraba a Trotsky en un sentido totalmente contrario a
la mentirología que durante décadas nos han vendido: como un burócrata y como
un antidemócrata.
Sobre
esto último, resulta muy esclarecedora la forma en que Trotsky ejerció el mando
en el Ejército Rojo durante la guerra civil. Promocionó de manera excesiva a
los antiguos oficiales del ejército zarista (y ésta fue una cuestión que
enfrentó a Trotsky con Stalin, quien consideraba que era necesaria una mayor
promoción de los mandos bolcheviques, aunque sin dejar de valerse de la
experiencia militar de los oficiales zaristas, en espera de que fueran
surgiendo nuevos cuadros militares) e incluso llegó a fusilar a varios
oficiales bolcheviques, lo que originó una dura polémica en el seno del
Partido.
Trotsky,
el perfecto demócrata, promocionaba a unos oficiales cuyo compromiso con la
Revolución de Octubre era cuando menos dudoso, al tiempo que marginaba a los
cuadros militares nacidos de esa revolución, cuando no los fusilaba.
Por
otro lado, cabe hablar del libro de Trotsky “Terrorismo y comunismo”
(recientemente editado y prologado por Slavoj Zizek), libro del que los
trotskistas parecen avergonzarse, habida cuenta de que rehúyen hablar de él
como si fuera la peste. Por lo visto, el contenido de este libro desmontaría la
imagen del Trotsky comprometido con la democracia obrera.
En
relación con este libro, lo que interesa analizar no es tanto lo que plantea
política e ideológicamente como lo que Trotsky pretendía al escribirlo. Lo que
éste pretendía es evidente: hacerse pasar por bolchevique. Pero, en su intento
por ser más papista que el Papa, acaba desbarrando, como en él era habitual.
Pretende hacer una defensa de la dictadura del proletariado y lo que consigue
es caricaturizarla. Sitúa el foco de manera unilateral y excesiva en la
dimensión represiva de la dictadura del proletariado. Y de aquí la caricatura.
En
este libro, queda patente la falta de sintonía de Trotsky con
el bolchevismo. Pretende escribir una obra bolchevique, pretende hablar como un
bolchevique, casi parece intentar imitar el estilo literario de Lenin en
algunos pasajes. Pero todo suena a impostura. Y, además, no acierta a hacer una
exposición correcta del concepto bolchevique sobre la dictadura del
proletariado.
Y
que efectivamente este libro no es más que una impostura lo demuestra el hecho
de que Trotsky, en el llamado “programa de transición” de la autodenominada IV
internacional, no tiene empacho en defender todo lo contrario a lo que defendía
en “Terrorismo y comunismo”. En este programa defiende la necesidad de que el
socialismo se estructure en base a un sistema político multipartidista. Propone
que, después del derrocamiento de la “casta burocrática estalinista”, los
“partidos soviéticos” deberían ser legalizados, e ilegalizada esa casta
burocrática. Lo hace en estos términos, cargados de prejuicios
demócrata-burgueses: «es imposible la democratización de los soviets sin legalización
de los partidos soviéticos.» ¿Cuáles serían esos “partidos soviéticos”? No
pueden ser otros que el menchevique, el de los socialrevolucionarios y el
propio partido trotskista. De forma que el proyecto trotskista respecto a la
URSS consistía en legalizar a los partidos contrarrevolucionarios menchevique,
socialrevolucionario y trotskista (los despojos de la revolución soviética,
auténticos cadáveres históricos que no representaban a nada ni a nadie en la
Unión Soviética) e ilegalizar a los bolcheviques, pues, por mucho que el
imperialismo y el trotskismo digan lo contrario, no había en la URSS otro
partido bolchevique que el que lideró Stalin.
El
proyecto trotskista era (y es) un proyecto, no sólo incoherente (capaz de
defender una versión tan ridículamente radical de la dictadura del proletariado
como la que se expone en “Terrorismo y comunismo”, para, unos años después,
defender el sistema político multipartidista del llamado “programa de
transición”), sino totalmente contrarrevolucionario.
El
“internacionalismo” de Trotsky: ¿posición revolucionaria o derrotismo
menchevique?
También
se nos ha presentado a Trotsky como el acérrimo defensor del internacionalismo
y la revolución mundial, y a Stalin como un estrecho nacionalista,
fanáticamente aferrado a su teoría del socialismo en un solo país.
Decía
Stalin que el trotskismo era una desviación socialdemócrata (cuando el
concepto socialdemócrata ya no tenía ningún componente revolucionario, pues los
marxistas revolucionarios ya habían pasado a denominarse simplemente como
comunistas) y que, detrás de su fraseología revolucionaria, no se escondía más
que el planteamiento menchevique que consideraba imposible la construcción del
socialismo en un país atrasado como la Rusia de principios del siglo pasado.
Stalin tenía toda la razón. El “internacionalismo” trotskista no era más que
una reformulación del derrotismo menchevique.
Bajo
el liderazgo de Stalin, no sólo pudo construirse el socialismo, sino que la
Unión Soviética, en menos de dos décadas, pasó de ser un país
extraordinariamente atrasado a la segunda potencia económica mundial. Esto
avala sobradamente el planteamiento de Stalin sobre la construcción del
socialismo en un solo país.
Acerca
de esta cuestión, no obstante, hay que hacer algunas puntualizaciones. Stalin
jamás defendió que pudiera obtenerse la victoria definitiva del
socialismo en un solo país. Esta victoria definitiva implica
ya el paso al comunismo, y el comunismo sólo puede triunfar como revolución
mundial. Aquí sí que no cabe la teoría de la “construcción del comunismo en un
solo país”. Lo que Stalin defendía era que el socialismo podía
construirse en lo fundamental en un país aislado, que era
posible resistir el cerco capitalista por mucho tiempo y que, por lo tanto, era
necesario centrarse en el fortalecimiento del socialismo en la URSS, pues este
fortalecimiento era la condición necesaria para la extensión del socialismo a
otros países. Una vez más, tenía razón: el campo socialista surgió bajo las
premisas que defendía Stalin. Si se hubiera hecho caso del aventurerismo
“internacionalista” de Trotsky y otros mencheviques camuflados, como Bujarin,
que, en su período ultraizquierdista, defendía monstruosidades tales como que
era concebible el sacrificio del Poder Soviético en aras de la revolución
internacional, es seguro que la Unión Soviética hubiera tenido una historia muy
corta.
Por
otro lado, hay que decir que la Revolución de Octubre tuvo en sí misma la
significación de una revolución internacional, teniendo en cuenta la extensión
del territorio ruso y las decenas de nacionalidades que englobaba el imperio
zarista. Rusia no era un pequeño país, falto de recursos y que pudiera ser
estrangulado y pisoteado por cualquier potencia imperialista, sino un país muy
rico en recursos, muy atrasado económicamente pero con unas posibilidades de
desarrollo enormes (y el socialismo convirtió esas posibilidades en realidades
concretas), con una extensión territorial que hacía imposible cualquier intento
de invasión imperialista por un tiempo prolongado…
No
eran pocas las dificultades a que se enfrentó el Poder Soviético para construir
el socialismo, pero negar la posibilidad de hacerlo era una posición totalmente
reaccionaria, digna de un derrotista menchevique como Trotsky. Este último, a
la hora de defender sus posiciones, solía remitirse a algunos textos de Lenin,
en los que éste incidía en la idea de que la construcción del socialismo en
Rusia sería un proceso muy complicado si no se veía respaldado por la
revolución socialista en otros países. Pero que un dirigente revolucionario,
antes de 1917 o en los primeros años de la revolución soviética (y Lenin sólo
llegó a conocer los primeros años de la revolución), albergara dudas sobre la
viabilidad del socialismo en un solo país, era algo completamente normal. El
conjunto de la dirección bolchevique compartía esas mismas dudas en aquel
período. Pero Trotsky, insistió en la inviabilidad del socialismo en un solo
país, continúo con sus diatribas derrotistas, cuando la revolución soviética ya
había alcanzado un grado de estabilidad importante e incluso durante la década
de los años 30, en los que el proceso de construcción socialista había obtenido
importantísimos progresos. De aquí lo reaccionario del “internacionalismo” de
Trotsky.
«¿Y
qué hacer si la revolución internacional ha de demorarse? ¿Le queda a nuestra
revolución algún rayo de esperanza? Trotsky no nos deja ningún rayo de
esperanza, pues “las contradicciones en la situación del gobierno obrero…
podrán ser solucionadas sólo… en la palestra de la revolución
mundial del proletariado”. Con arreglo a este plan, a nuestra revolución no le
queda más que una perspectiva: vegetar en sus propias contradicciones y
pudrirse en vida, esperando la revolución mundial.»(1)
Una
marioneta del imperialismo.
«Mis
actividades son incomparablemente más peligrosas para Stalin que para Hitler.»
Ésta es una de las frases que aparecen en una carta que Trotsky dirigió en 1940
al fiscal general de México. Sintetiza de manera muy clara, y de su propia
pluma, qué papel desempeñó Trotsky en la lucha contra el comunismo. No estoy
hablando de que Trotsky fuera formalmente un agente del imperialismo o que
formara parte de la nómina de alguna agencia de espionaje o de seguridad de
este o el otro país capitalista, si bien existen investigaciones que van en
esta línea. Pero no es mi intención centrarme en esta cuestión.
Lo
que pretendo analizar es a quién beneficiaba, objetivamente, la actividad de
Trotsky. La respuesta es bastante clara: beneficiaba al imperialismo, servía al
anticomunismo. La frase citada conduce precisamente a esta conclusión: las
actividades de Trotsky eran «incomparablemente más peligrosas» para la Unión
Soviética y para el PCUS que para un dictador fascista, para un representante
(y qué representante) del capital monopolista alemán.
No
puede caber ninguna duda respecto a que Trotsky se convirtió en una marioneta
en manos del imperialismo y de que esta condición no parecía molestarle, a
tenor de que, a sabiendas de las consecuencias que tenía su labor, continuó
desarrollándola en la misma dirección y de modo cada vez más acusado,
hundiéndose hasta el cuello en la charca de la colaboración con los
capitalistas.
Esta
carta al fiscal general de México no sólo contiene la perla anteriormente
citada, sino que es todo un compendio de delación e intoxicación sobre el
movimiento comunista tanto internacional como mexicano. La idea central que
pretendía transmitir Trotsky era que los partidos comunistas de todos los
países no eran en realidad más que sucursales de lo servicios de información
soviéticos, señalando nombres y apellidos de militantes y dirigentes
comunistas. También defendía la absurda idea de que estos servicios de información
colaboraban estrechamente con los nazis.
Todos
conocemos que la excusa del espionaje ha sido siempre una herramienta que se ha
utilizado en los países capitalistas para perseguir al movimiento comunista.
Podemos recordar el caso de Ethel y Julius Rosenberg, matrimonio comunista
ejecutado en la silla eléctrica en EEUU, en 1953, acusados precisamente de
espionaje. Podemos contar a Trotsky entre quienes colaboraron con estas
campañas represivas y de intoxicación.
De
esta carta podemos extraer pasajes como el que sigue: «Antes que nada, es
esencial establecer categóricamente que la actividad de la GPU [organismo
soviético de seguridad] está estrechamente ligada a la de la Comintern, o más
específicamente de su aparato, de sus elementos dirigentes y sus hombres de
confianza. La GPU necesita una cobertura legal o semilegal para su actividad y
un marco favorable para el reclutamiento de sus agentes; este marco y
protección los encuentra en los llamados partidos "comunistas".
»La
GPU y la Gestapo están conectadas de alguna manera; es posible y probable que
para casos especiales ambas dispongan de los mismos agentes. (…)
»Como
miembro del Comité Central, el representante de la GPU en el país tiene la
posibilidad de relacionarse de manera plenamente legal con todos los miembros
del partido, estudiar sus características, confiarles comisiones y arrastrarlos
poco a poco al trabajo de espionaje y terrorismo, a veces apelando a la lealtad
partidaria y otras al soborno. (…)
»Respecto
a los Estados Unidos, Krivitski informó que la hermana de Browder, secretario
general del partido, se convirtió en agente de la GPU por recomendación de su
hermano.
»Para
encontrar a los agentes mexicanos comprometidos en la corrupción, el soborno y
la preparación de los actos terroristas hay que buscar en el Comité Central del
Partido Comunista y en la periferia de este Comité Central.
»No
cabe la menor duda de que los anteriores y los actuales jefes del Partido
Comunista saben quién es el director local de la GPU. Permítaseme suponer también
que David Alfaro Siqueiros, que participó en la guerra civil española siendo un
activo estalinista, debe saber también quiénes son los miembros más importantes
y activos de la GPU, españoles, mexicanos y de otras nacionalidades, que vienen
a México repetidamente, especialmente vía París. Interrogar al ex y al actual
secretario general del Partido Comunista, y también a Siqueiros, ayudaría mucho
para descubrir a los instigadores del atentado [un pretendido intento de
ejecución de Trotsky] y junto con ellos a sus cómplices.»
Las
pruebas del colaboracionismo con la reacción de Trotsky las encontramos por
decenas. Toda su obra de hecho se orienta en la misma dirección. Antes de 1917,
no se dedicó más que a generar problemas en el seno de la socialdemocracia rusa
y a combatir a su fracción revolucionaria, a los bolcheviques. Después de
octubre de 1917 y de su sorprendente conversión al bolchevismo, continuó
generando problemas al Estado soviético desde el minuto uno: es muy conocido
cómo, en 1918, en las negociaciones de paz que la Rusia soviética entabló con
Alemania, y en las que Trotsky fue el representante del gobierno soviético, se
saltaba a la torera los acuerdos del entonces llamado Consejo de Comisarios del
Pueblo y actuaba por libre, creando una situación, con su absurdo planteamiento
de “ni paz ni guerra”, en la que los soviéticos se vieron obligados a firmar
con Alemania un acuerdo de paz aún más deshonroso y perjudicial que el que
Trotsky rechazó en un primer momento.
En
política económica, se alineó con los sectores ultraizquierdistas, cuyos
planteamientos, de haberse aplicado en el momento en que se propusieron,
hubieran provocado una desafección absoluta por parte de los campesinos hacia
el poder soviético y la consiguiente caída de los bolcheviques, habida cuenta
de que el campesinado era la clase ampliamente mayoritaria en Rusia en 1917 y
durante los años veinte.
Por
no hablar de sus constantes actividades fraccionalistas en el seno del Partido,
terminantemente prohibidas, pero que él continuó desarrollando sin ningún
problema.
Se
acusa a Stalin de haber sido un represor sin escrúpulos. Sin embargo, si uno
lee la propia autobiografía de Trotsky, se extrae una conclusión bien
diferente. Stalin tuvo demasiada paciencia, un exceso de paciencia respecto a
Trotsky. En esta autobiografía, titulada “Mi vida”, este sujeto se jacta
alegremente de sus actividades como dirigente del gobierno y el partido
soviéticos. Y estas actividades, en un contexto como el que se daba entonces,
con la Unión Soviética sometida al más feroz cerco capitalista, le deberían
haber conducido al paredón muy poco después de la Revolución de Octubre. La
justicia revolucionaria se demoró en exceso respecto a Trotsky. Ramón Mercader
llegó con al menos 20 años de retraso.
Y
tras su expulsión de la Unión Soviética, las actividades contrarrevolucionarias
de Trotsky, continuaron in crescendo. Entre los hitos de
estas actividades, nos encontramos que estuvo a punto de acudir como testigo en
los procesos del llamado Comité Dies o Comité de Actividades Antiamericanas de
la Cámara de Representantes del Congreso de EEUU, cuyo objetivo era investigar
las actividades de las redes de espionaje extranjeras o de los llamados
“partidos extremistas”, incluyendo bajo esta denominación tanto a nazis como a
comunistas, si bien se centró principalmente en la investigación de estos
últimos, siendo precursor de lo que más tarde se conoció como el macarthismo.
Trotsky finalmente no pudo prestar declaración en este comité -aunque,
literalmente, ardía en deseos de hacerlo- porque, en el último momento, se le
denegó el visado de entrada a EEUU.
En
un texto titulado “Por qué acepté presentarme ante el Comité Dies”, Trotsky
dijo que no tenía intención de colaborar a los objetivos reaccionarios de este
comité. Pero si tenemos en cuenta el contenido de la carta al fiscal general de
México anteriormente citada, podemos imaginar que Trotsky hubiera servido muy
bien a esos objetivos reaccionarios y que, incluso, hubiera superado con creces
las expectativas de dicho comité; el anticomunismo no hubiera podido contar con
un mejor colaborador para criminalizar al movimiento comunista estadounidense.
Por
otra parte, casi en la víspera de la agresión hitleriana contra la URSS, y
prácticamente desde su expulsión del país, se dedicaba un día sí y otro también
a llamar a la insurrección contra lo que él llamaba “la casta burocrática” o
los “termidorianos”, es decir, contra el partido y el gobierno soviéticos. Ahí
está la “Carta a los obreros de la URSS”, publicada en abril de 1940. En 1939,
además, se posicionó también en favor de la independencia de Ucrania de la
URSS, coincidiendo en esto con la extrema-derecha ucraniana, cuyo filonazismo
era bien conocido. Y todo esto guarda mucha relación con lo que los trotskistas
hicieron durante la guerra civil española. Hablo, cómo no, del POUM, partido
que, si bien no estaba formalmente afiliado a esa fantasmal IV internacional y
mantenía algunas diferencias con Trotsky, ideológicamente debe ser adscrito al
trotskismo.
En
mayo de 1937, este partido, estando la II República en una situación
ciertamente complicada, con las tropas franquistas y sus aliados italianos y
alemanes avanzando en gran parte de los frentes, orquestaron en Barcelona un
golpe de estado contra el gobierno del Frente Popular. Es decir, el gobierno
del Frente Popular debía combatir en el frente contra los fascistas y en la
retaguardia contra los trotskistas. Los trotskistas ejercían de manera efectiva
de quintacolumnistas del fascismo. Una muestra más de que el trotskismo no es
una variante del marxismo, ni un hijo descarriado del movimiento comunista,
sino que siempre ha servido a los intereses del imperialismo, sea por acción,
por omisión, por izquierdistas, por derechistas, por aventureros, por pura
estupidez o porque estaban manejados de un modo u otro por las potencias
imperialistas.
En
relación con los famosos procesos de Moscú, que tienen todo que ver con
esto que estamos hablando, a la luz de todos estos datos, las acusaciones de
traición y terrorismo que se imputaron a personajes como Bujarin, Zinoviev o
Kamenev, todos ellos aliados de Trotsky, aunque en algunos momentos tuvieran
discrepancias con él (la ya mencionada autobiografía de este último revela
algunas cosas sobre las relaciones entre estos sujetos), resultan totalmente
creíbles. Debemos recordar que a estos procesos asistió el por entonces
embajador de EEUU en la URSS, Joseph E. Davis, quien no siendo sospechoso en
absoluto de connivencia con Stalin, reconoció que estos juicios no le
resultaron el montaje que después se dijo que habían sido. Reflejó su opinión
en un libro titulado “Misión en Moscú”, y lo hizo con las siguientes palabras:
«“[El proceso] reveló las grandes líneas de un complot que estuvo muy cerca de
lograr el objetivo de derrocar al gobierno soviético actual. (…)
»El
testimonio extraordinario de Krestinski, de Bujarin y de los otros parecería
indicar que los temores del Kremlin estaban bien fundados. Porque parece hoy
evidente que existía a comienzos de noviembre de 1936 un complot para ejecutar
un gope de Estado dirigido por Tujachevski para el año siguiente. Aparentemente
la decisión estaba tomada y estaban decididos a ejecutar el golpe de Estado.
»Pero
el gobierno ha reaccionado con mucho vigor y rapidez. Los generales del Ejército
Rojo han sido eliminados y toda la organización del partido ha sufrido una
purga y una limpieza completa. Apareció inmediatamente que a varios dirigentes
les había picado el virus de la conspiración para derrocar al gobierno y
trabajaban en connivencia con los agentes de los servicios secretos de Alemania
y Japón.
»Este
hecho explica la actitud hostil del gobierno respecto a los extranjeros, el
cierre de diversos consulados extranjeros en el país, etc. Francamente,
nosotros no podemos condenar a la gente en el poder por haber reaccionado como
lo han hecho si estaban persuadidos de lo que el proceso revela actualmente.»
La
propaganda imperialista y los trotskistas (siempre en comandita) se han
dedicado durante años a difundir la idea de que estos juicios no contaron con
ninguna garantía, que fueron una farsa, que incluso se drogó a los acusados o
que se les sometió a un efectivísimo proceso de manipulación psicológica para
que declararan lo que declararon. Y se ha terminado por aceptar esto como una
verdad incontrovertible (como los millones de víctimas de la represión
estalinista). Pero resulta que estos juicios no se realizaron a puerta cerrada,
sino de forma pública, con la presencia de periodistas y personal diplomático
de los países capitalistas y parece ser que la opinión de quienes asistieron a
las sesiones difiere ostensiblemente de la falacia que nos han vendido siempre.
Y,
por cierto, fue gracias a estos procesos, y esto sí que es una verdad
innegable, que la URSS pudo afrontar la agresión hitleriana en unas condiciones
adecuadas, con una estabilidad y una unidad de voluntad en lo
militar, en lo político y en lo social imprescindibles para afrontar un
conflicto y un drama como el que vivió la URSS en la II guerra mundial. En este
sentido, los procesos de Moscú no sólo fueron conformes a derecho,
como diría algún avezado jurista, sino una imperiosa necesidad. Por otro lado,
quien esté interesado en procesos judiciales manipulados, en falsificación de
pruebas, en imputaciones de delitos inexistentes, no hace falta ni que se vaya
a Moscú ni que se retrotraiga 70 años atrás en el tiempo. En la calle Génova,
imparten cátedra sobre estas cuestiones casi cada día.
Y,
en relación con el carácter de marioneta del imperialismo que sin duda fue
Trotsky, un último apunte: ¿qué dirigente soviético rehabilitó a Trotsky, y con
Trotsky, a Bujarin, Zinoviev y otros? No fue otro que el agente de la CIA
Gorbachov, el máximo responsable de la destrucción de lo que quedaba de la URSS
y del campo socialista. Esto, por sí mismo, es suficientemente esclarecedor. El
imperialismo los crea y ellos se juntan.
Otra
de las grandes contribuciones de Trotsky a la causa anticomunista es la del
concepto de totalitarismo y la equiparación del nazismo con el “estalinismo”
(pongo estalinismo entre comillas porque éste no existe como corriente
diferenciada del leninismo). La teoría de los “monstruos gemelos”, el nazismo y
el comunismo, bajo el epígrafe de “totalitarismos”, tiene su origen en Trotsky,
es un desarrollo de las posiciones que éste defendía. Son numerosos los
artículos en los que incidió en esta idea (“Stalin es todavía el satélite de
Stalin”, “Stalin, el comisario de Hitler”, “El acercamiento entre Stalin y
Hitler está a la vista”, “Los astros gemelos: Hitler-Stalin”, la carta al
fiscal general de México, ya citada en este artículo, y otros muchos textos),
la cual fue perfeccionada más tarde por otros agentes imperialistas como la sionista
Hannah Arendt; y, desde entonces, llevan machacándonos incansablemente con la
cantinela de que los “extremos se tocan”, los nazis y los comunistas son lo
mismo y otras tonterías reaccionarias similares. Por lo tanto, el trotskismo,
volvemos a insistir, no es una variante del marxismo; existe un nítido hilo
conductor que lo une con la forma que la ideología burguesa ha adoptado en las
condiciones del imperialismo de los últimos 70 años en su lucha contra el
movimiento comunista; Trotsky elaboró en buena medida los fundamentos en los
que se basa el anticomunismo.
Las
causas de la demonización de Stalin. Las razones de su reivindicación.
Ya
hemos dicho que la leyenda inventada sobre Trotsky por la propaganda
imperialista no tenía otro objetivo que la demonización de Stalin. Analizar la
figura de Trotsky implica la necesidad de analizar las causas de la
demonización de Stalin.
¿Por
qué esa inquina contra Stalin, por qué este empeño en destruirlo política,
ideológica e históricamente a cualquier precio, imputándole todo tipo de
crímenes que, por su magnitud, por su exageración, por su perversidad, resultan
del todo increíbles y no pueden ser tomados en serio por ninguna persona cabal
(hasta del asesinato de Lenin o de su propia esposa se le ha acusado)? Si
diéramos por buenos los datos que los historiadores burgueses reportan sobre la
represión “estalinista”, para los que Trotsky y los trotskistas han sido toda
una inspiración, nos encontraríamos con que la URSS prácticamente hubiera
quedado despoblada después de la II guerra mundial, teniendo en cuenta los 25
millones de soviéticos que perdieron la vida en aquel conflicto y los no
sabemos cuántos millones más que exterminó Stalin en su “locura asesina”.
Soljenitsin,
eminente premio Nobel, cuyos únicos méritos para obtener este galardón son su
ultrarreaccionarismo y su anticomunismo visceral, hablaba, como apunta Olarieta
en su artículo “El mito del gulag”, de que en la URSS, desde 1917 hasta la
muerte de Stalin, se habrían exterminado por una u otra causa a 110 millones de
personas (ahí es nada); Robert Conquest, como también apunta Olarieta en este
mismo artículo, es más contenido en sus cifras: apunta unos 26
millones de muertos. En fin, de ser ciertas estas cifras, aparte de que en la
URSS después de la muerte de Stalin debieron quedar cuatro gatos y un tambor,
nos encontraríamos con que todo el territorio de la antigua URSS vendría a ser
una fosa común gigantesca, por la que no se puede dar un paso sin tropezar con
algún resto humano. La falsedad de todos estos datos, que no son fruto sino de
la imaginación de cuatro “historiadores” que no saben lo que es salir de su
despacho y de algún disidente filofascista como Soljenitsin, empeñados durante
años en un “¿quién da más?” en cuanto a las cifras de la represión soviética o
las famosas hambrunas, se pone de manifiesto por el simple hecho de que los
archivos de la seguridad soviética fueron abiertos por Gorbachov en el año 89,
y nada aparece en ellos que se acerque ni de lejos a lo que plantean estos
“historiadores”. Por otro lado, si las cifras fueron tan elevadas, no sería
difícil encontrar los restos de esas decenas de millones de víctimas. Aquí, en
España, donde las cifras de la represión franquista fueron de en torno a un
cuarto de millón de personas, aparecen fosas un día sí y otro también. Nada de
esto ha ocurrido en el territorio de lo que fue la URSS.
El
genocidio de los nazis está sobradamente respaldado por todo tipo de documentos
y testimonios. El “genocidio” de la URSS es como una verdad revelada, como un
dogma católico que no necesita someterse a ningún criterio objetivo, que no
necesita de ninguna base material y que se ha dado por bueno por gran parte de
la opinión pública de todos los países merced a un machaque constante durante
siete décadas, en las que una mentira se ha sobrepuesto a otra y así ad
infinitum. Viene a ser como los rumores de ciertos pueblos, que se inician
con un “fulanito es homosexual” y, en el devenir de ese rumor, se acaba
diciendo que fulanito está liado con el cura del pueblo. El pueblo en este caso
tiene dimensión planetaria y la exageración, la manipulación de la verdad y los
añadidos creativos son aún más exagerados. Y si a esto se suma el interés del
imperialismo por destruir el movimiento comunista internacional y a sus más
importantes dirigentes, la magnitud de la mentira alcanza proporciones
inconmensurables.
Para
entender todo este montaje contra Stalin y contra el movimiento comunista
internacional, necesitamos retrotraernos a lo que el dirigente soviético representaba
después de la II guerra mundial, que es cuando la campaña anticomunista
adquiere mayor intensidad, para no remitir ya nunca.
Stalin
consiguió que la URSS, en apenas dos décadas, pasara de ser un país muy
atrasado a la segunda potencia mundial en lo económico, en lo militar y en lo
político, debido esto último a su ascendencia entre los trabajadores de todos
los países. La URSS, bajo el liderazgo de Stalin, derrotó prácticamente en
solitario a los nazis. El famoso desembarco de Normandía no jugó apenas ningún
papel en la derrota de los hitlerianos, teniendo en cuenta que el espinazo del
ejército alemán ya estaba roto. Lo rompió la URSS en su contraofensiva, con un
coste humano absolutamente brutal; como ya hemos dicho, 25 millones de
soviéticos perdieron la vida en la II guerra mundial. Las llamadas potencias
occidentales, lejos de colaborar a la derrota nazi, contemporizaron, en espera
de que los nazis y los soviéticos se destruyeran entre sí, y así reforzar su
propia posición. Se equivocaron en sus cálculos. La Unión Soviética salió de
aquel conflicto más fuerte que nunca. Los imperialistas no esperaban este
desenlace y temían seriamente por la supervivencia del sistema capitalista ante
la pujanza de los comunistas.
Bajo
el liderazgo de Stalin, surgió el campo socialista. Y la admiración que la
figura de Stalin despertaba en millones de trabajadores de todo el mundo,
representaba un fenómeno desconocido hasta entonces.
Todos
estos elementos resultaban muy peligrosos para el capitalismo mundial. Era necesario
desatar una campaña para acabar con la amenaza comunista. Y es a partir de ese
momento que el antiestalinismo, estrechamente imbricado con la llamada “guerra
fría”, se torna más agresivo. Había que destruir la figura de Stalin porque era
la forma de destruir el movimiento comunista. Y para conseguir este objetivo
valía y sigue valiendo todo; no hay crimen que no se le haya imputado a Stalin.
Existe tal grado de exageración, que todo resulta caricaturesco y falso. Es
inconcebible un ser humano con un grado de maldad y de crueldad como el que se
le achaca a Stalin; parece ser que no hubo ni un minuto en su vida en que no
estuviera planeando la destrucción o asesinato de algún adversario, cuando no
de los miembros de su propia familia.
No
tengo intención de entrar en una guerra de cifras sobre la represión en la URSS
contra los elementos contrarrevolucionarios. No hay duda de que esa represión
fue enorme y que no podía ser de otro modo. La Unión Soviética hubo de
enfrentarse a una situación extremadamente conflictiva desde su mismo
nacimiento. La Unión Soviética nace al calor de la I guerra mundial e
inmediatamente se ve arrastrada a una guerra civil absolutamente cruel entre el
nuevo poder surgido de la Revolución de Octubre y los elementos del viejo régimen,
respaldados éstos por las potencias imperialistas, que también destacaron
tropas en territorio soviético. Se ve sometida al más asfixiante cerco
capitalista. El sabotaje de la economía soviética y las conspiraciones internas
y externas contra el poder soviético fueron constantes. Tuvo que enfrentarse a
la agresión hitleriana.
No
pretendo hacer, sin embargo, una defensa acomplejada de la
figura de Stalin, como las que suelen hacer ciertos “estalinistas”, en el
sentido de que el pobre Stalin se vio obligado a hacer lo que
hizo, o caer en las concesiones a los prejuicios burgueses diciendo aquello de
que “yo defiendo a Stalin, pero hay que reconocer que se cometieron desmanes”,
que es una forma absolutamente vergonzante y vergonzosa de defender al gran
dirigente soviético.
He
definido, en líneas muy generales, el contexto en el que se desarrolló la
construcción del socialismo en la URSS y he intentado explicar los porqués de
la represión soviética. Pero, eso, he intentado explicar, que no justificar esa
represión soviética, pues los comunistas no debemos justificar nada ni mucho
menos justificarnos ante la burguesía, casi pidiendo perdón por existir. Los
comunistas nunca hemos defendido aquello de que “el fin justifica los medios”.
Las justificaciones son para los curas y los moralistas. Los comunistas nos
guiamos por un principio mucho más sencillo y menos hipócrita: el findetermina los
medios.
En
la URSS, se hizo lo que dictaban las circunstancias de la época. Ni más ni
menos. Los comunistas no elegimos las condiciones en que se debe hacer una
revolución. Éstas vienen dadas. Evidentemente, lo ideal es que
el proceso revolucionario sea lo más incruento posible. Pero, en el terreno de
la realidad, nos encontramos con que las revoluciones se desarrollan siempre en
unas condiciones muy difíciles. Y esto determina que las revoluciones se hayan
desarrollado y se habrán de desarrollar de forma cruenta. La lucha de clases
determina este carácter cruento.
En
el período que va de 1917 al XX congreso del PCUS (momento en que se produce el
giro revisionista, también sobre la plataforma del antiestalinismo), no todo
debió ser perfecto, ni tampoco podía serlo (toda actividad humana es
necesariamente imperfecta). Pero todo marxista-leninista debe reivindicar este
período. Y quien se muestre titubeante en esta reivindicación, quien recurra a
argumentaciones tangenciales, quien caiga en los “sí, pero…”, lo único que
estará demostrando es que los prejuicios burgueses, la propaganda imperialista
y anticomunista con la que nos han machacado en todo tiempo y desde todos los
frentes, se le ha introducido hasta el tuétano; y esto, en tanto no sea
superado, le incapacitará para militar en el movimiento comunista.
No
hago, desde luego, un llamamiento a aceptar de forma acrítica ninguna
conclusión respecto a aquel período. Esto tampoco es propio de comunistas. Si
por un lado tenemos a los “estalinistas” acomplejados, por otro también tenemos
a quienes reivindican a Stalin, de un modo que podríamos definir como talibánico,
sabiendo muy poco o nada sobre su papel histórico o sobre su obra teórica y
práctica. Los primeros son incapaces de desprenderse totalmente de los
prejuicios burgueses; los segundos padecen exactamente del mismo mal, pero lo
ocultan bajo una pose de puros y duros estalinistas; y suele ocurrir que estos
superestalinistas terminan en no pocas ocasiones yendo a dar con sus huesos en
el revisionismo y en las peores formas del oportunismo político.
No
hay que caer, por tanto, ni en posiciones acomplejadas ni en el talibanismo.
Hay que hacer siempre un análisis profundo de todas las cuestiones. Ahora bien,
no hay que hacer nunca este análisis desde la óptica de la ideología burguesa,
nunca desde los prejuicios que nos han sido inoculados por el capitalismo.
Por
último, del mismo modo que las razones por las que la propaganda
imperialista ha engrandecido a un sujeto tan despreciable como Trotsky son las
razones que deben llevarnos a señalarlo como un enemigo del movimiento
comunista, las razones por las que esa misma propaganda ha demonizado a Stalin
son las que obligan a cualquier comunista consecuente a reivindicarle y a
restituirle en el lugar que le corresponde en la historia y en el movimiento
comunista internacional. No hay ningún dirigente político que haya sido más
denostado que Stalin. Nos corresponde a los comunistas desmontar las mentiras
que sobre él se han construido. La rehabilitación de Stalin es
parte fundamental de la lucha contra la ideología burguesa; es parte, por
tanto, de la lucha por la reconstrucción del movimiento comunista. El
antiestalinismo, ya lo hemos dicho, no es sino otro de los nombres que adopta
el melifluo anticomunismo. Y como tal debemos combatirlo.
(1)
Stalin. “La Revolución de Octubre y la táctica de los comunistas rusos”.
Diciembre de 1924.
LA IMAGEN ES DE NUESTROS ARCHIVOS. L. F.
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