EL IMPERIALISMO VERDE
Aclaración del autor :
He procurado, en el artículo , utilizar la ironía mordad, para hacer entender que, solamente con hacer mas respirable el aire y tener paseos y parques , en el primer mundo, no es en absoluto sino un remedo de lo que se desearía, para el planeta en su conjunto.
En países del tercer mundo es verdaderamente terrible lo que está pasando: hambre, contaminación insoportable y muchas mas cosas terribles.
Hay asociaciones ecologistas, que merecen mi aprobación, como ecologistas en acción, a la cual pertenecí y ayudé con mis cuotas; sin embargo, creo firmemente, que no es suficiente denunciar y corregir los desmanes que se comenten, ( desde la fauna , hasta las contaminantes refinerías ), sino el control democrático del sistema de producción por parte de los trabajadores. De este modo ( hago un símil geométrico ) se cerraría el círculo.
El imperialismo verde
Olarieta Alberdi
La ecología es una ciencia de la que muy pocos han leído alguna vez algún manual, pero el ecologismo se ha instalado en nuestro subconsciente haciendo de cada uno de nosotros un partisano, un militante en favor de la ecología y de la defensa del medio ambiente. ¿Cómo podemos defender algo que ignoramos? ¿Qué estamos defendiendo exactamente?
Para responder a estas preguntas hay que recorrer los 40 años de ideología ecologista: no de la ciencia de la ecología, que es más antigua, sino del movimiento verde. ¿Por qué nace el ecologismo como movimiento? ¿Quién lo crea?
Siempre ha habido movimientos ecologistas pero antes tenían un alcance local, estaban ligados al paisaje inmediato, al disfrute de las peculiaridades locales, a la defensa de lo autóctono. Sin embargo, hoy el ecologismo es un movimiento marcadamente internacional e internacionalista, que desborda no sólo el ámbito de lo local sino incluso el marco de un Estado concreto. Crear un movimiento con una cierta homogeneidad a escala mundial no es una tarea nada fácil; requiere poderosos medios que sólo están a disposición de los grandes monopolios internacionales. El movimiento ecologista, pues, es una creación del imperialismo en defensa de la hegemonía de las grandes potencias. Más allá de las variaciones peculiares de cada grupo verde en concreto, lo que hoy les identifica es participar de esa ideología difundida por el imperialismo a partir de la década de los setenta del siglo pasado.
En aquellos años el movimiento de descolonización estaba en su apogeo y el imperialismo, después de décadas de guerras infructuosas para impedirlo, tuvo que acabar por resignarse: los pueblos del Tercer Mundo acabarían independizándose. Pero eso no era lo peor: cabía sospechar que, además, esas nuevas naciones querrían desarrollarse, salir del estado de postración en las que el imperialismo las había mantenido. El desarrollo económico era la materia de moda en las facultades de economía hasta aquel momento; hoy es un tema tabú. Ante una pretensión que hoy calificaríamos despectivamente como "desarrollista", las potencias hegemónicas promovieron un movimiento de oposición sobre la base de que en el planeta no hay sitio para que todos los países escapen de la miseria, es decir, para que los países del Tercer Mundo dejen de ser los terceros.
El ecologismo nace, pues, como una ideología que fomenta el subdesarrollo, como un intento de mantener a aquellos países jóvenes como lo que siempre habían sido: reservas de materias primas y de mano de obra barata para las grandes potencias. Había que oficializar la creación de esos parques bajo la forma de lo que se llamó "reservas de la naturaleza" o de la biofera, como ya habían logrado en Estados Unidos con las poblaciones indígenas. Conocidas organizaciones como WWF (World Wildlife Forum) fueron creadas por el imperialismo para convertir a los países del Tercer Mundo en un destino turístico para disfrutar de la vida salvaje en su estado prístino, con sus montañas, sus lagos, sus elefantes y sus inocentes pobladores, que nos llevan las mochilas a cuestas y nos sirven de sherpas en nuestros apasionantes safaris, en los que participamos con la inmensa inocencia de un momento pleno en comunión perfecta con el ambiente local.
El núcleo de la falacia ecologista es que vivimos en un planeta finito y cerrado en el que no hay sitio para todos, sobre todo si "todos" pretenden vivir tan estupendamente como en los países más desarrollados. Según los propagandistas del imperialismo eso es materialmente imposible. A partir de este equívoco que, pese a su falsedad, parece de sentido común, se abren dos líneas divergentes que también están en la esencia de los diversos movimientos ambientalistas. Uno de ellos es la teoría de la explosión demográfica, según la cual hay un exceso absoluto de población en el mundo, pero especialmente en el Tercero, justificando de ese modo las guerras, las esterilizaciones y demás políticas antinatalistas puestas en práctica desde la posguerra que, por lo demás, son las mismas que ya puso en práctica Estados Unidos con su propia población autóctona.
El segundo son las distintas catástrofes planetarias con las que amenazan a la humanidad a cada paso, extraídas del Evangelio de San Mateo: "El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán" (versículos 24,29). En términos modernistas, el apocalipsis bíblico se ha convertido en esa doble tesis según la cual al mismo tiempo que la población aumenta los recursos se agotan. El panorama es, pues, aún más alarmante, si cabe.
En la economía burguesa esa tesis adopta la forma de ley del decrecimiento y, también ahí la evidencia es tan clara, está tan introducida en nuestro subconsciente, a fuerza de repetición, que es falsa. Por ejemplo, un tópico señala que el consumo de petróleo aumenta cada día pero las reservas de combustible se agotan o se agotarán indudablemente. La culpa es de los países del Tercer Mundo, como India y China, que tienen la absurda pretensión de escapar del destino que le tenían preparado las grandes potencias y en sus faraónicos proyectos de desarrollo industrial demandan demasiados hidrocarburos, lo cual tiene, además, el inconveniente añadido de que el destrozo de la naturaleza crecerá exponencialmente: más desarrollo económico significa más contaminación y más desastres ambientales.
Estamos abducidos por una ideología lineal e inexorable de la decadencia según la cual la naturaleza, como la misma sociedad, marcha hacia una hecatombe segura. La ley del decrecimiento nació a principios del siglo XIX dentro de la economía burguesa pero su éxito lo obtuvo medio siglo después cuando Rudolf Clausius lo incorporó a la física. ¿Cómo podemos poner en duda una ley de la termodinámica? Sólo Engels se atrevió, pero no fue suficiente para que la ideología dominante diera un giro completo a lo que desde la Grecia antigua había sido el hilo conductor del pensamiento occidental, a saber, que el universo marcha del caos al cosmos. Por el contrario, hoy se ha generalizado la absurda teoría de que el universo marcha justamente en la dirección opuesta, hacia el caos, siguendo indudables leyes que son a la vez físicas, ecológicas y económicas.
A través de la teoría del caos, el decrecimiento y las catástrofes de diverso tipo, el imperialismo transmite una concepción lúgubre en la cual la naturaleza es hermosa pero la humanidad es una especie despreciable. El progreso no ha existido ni existirá jamás. Desde su mismo origen la humanidad lo único que ha logrado es destrozar el entorno. Odiemos, pues, al hombre pero respetemos los ecosistemas silvestres. Aunque muera, el ser humano no importa porque hay mucha abundancia y cualquier desaparición de seres humanos es un alivio; lo importante es que se conserven las demás especies tal cual las conocemos ahora. La humanidad ha demostrado una brutalidad ecocida y exterminadora; acabará con la biodiversidad convirtiendo al planeta en un desierto estéril. Es preferible que se acabe el hombre antes que la naturaleza.
Para transmitir su tenebrosa ideología, el imperialismo ha dispuesto de poderosos tentáculos, alguno de los cuales los ha levantado para no dejar rastro de quiénes son los verdaderos autores de esta patraña. Así, a través de una serie de tinglados burocráticos, la ONU se ha convertido en el portavoz más autorizado de los riesgos ambientales que acechan a la humanidad, entre ellas la superpoblación, el calentamiento, la biodiversidad, la polución, etc. Pero quizá nada ha disimulado mejor que la constelación de movimientos verdes la verdadera naturaleza de clase de la ideología ambientalista. Por su permeabilidad intelectual, la pequeña burguesía ha servido de correa de transmisión para que una ideología imperialista arraigue entre las masas explotadas del mundo entero. Sus ademanes alternativos nos han acercado unos mensajes catastrofistas hasta el punto de lograr intimar con ellos, hacerlos nuestros, convertirlos en parte de nuestra protesta. Los rojos nos hemos pintado de verde o, por lo menos, somos rojiverdes. Es la señal de que no nos hemos quedado anclados en una antigüedad remota, en el viejo movimiento obrero del siglo XIX: somos ecosocialistas, no queremos un socialismo con malos humos, como sucedió con los planes desarrollistas de la Unión Soviética.
Eso es lo que creemos de nosotros mismos; quizá seamos ecologistas pero lo cierto es que no defendemos ni el socialismo ni la ecología. Nos hemos convertido en vasallos del imperialismo. También aquí nos han dado gato por liebre, nos han ganado la partida. Lo peor de todo es que eso nos llena de satisfacción: aún podemos ir de safari al Tercer Mundo. El paraíso no está en el socialismo, como habíamos imaginado, sino en el Serengueti
CONTRA EL DECRECIMIENTO
La crisis es una bendición que el cielo nos envía
Juan Manuel Olarieta
Este fin de semana se celebra en Barcelona la segunda reunión internacional para convencernos de que la crisis capitalista es una bendición que el cielo nos envía, de que el decrecimiento económico no es negativo sino positivo. La primera se convocó hace dos años en París. El lema es “small is beautiful”, el perfume auténtico se sirve en frascos pequeños. La calidad (no la cantidad) de vida está de moda.
La capacidad del capitalismo para tratar de sucederse a sí mismo en las condiciones más difíciles, como las actuales, no puede constituir ninguna sorpresa, así como tampoco la imaginación de sus corifeos, como Carlos Taibo, para que su desplome sea lo más dulce posible. Antes a eso lo llamaban "aterrizaje suave"; ahora decrecimiento económico. De paso el capitalismo puede aprovecharse de ella para resolver algunos problemas ecológicos que tiene pendientes.
En 1972 lo llamaron "crecimiento cero" y en 1987 "crecimiento sostenible" pero con la crisis eso se ha vuelto insostenible. Ahora lo mejor que podía pasarnos es que nos cayéramos por la cuesta abajo. Bendito sea el capitalismo; hemos tenido suerte: nos estamos hundiendo y debemos alegrarnos por ello.
En fin, las teorías del decrecimiento económico que propugnan los imperialistas son la personificació n de la desvergüenza, con el añadido de que nos llegan como otra de esas modas rabiosamente revolucionarias (como todas las modas), que es como aparece recurrentemente en esos ridículos medios "alternativos" que la propugnan.
Repasar el recorrido que han seguido los imperialistas para colarnos esta sandez supina del decrecimiento económico resulta, además de largo, bastante pesado, pero se puede resumir diciendo que tiene su origen moderno en aquel montaje de monopolios multinacionales como Volkswagen que se llamó "Club de Roma", un puchero en el que guisaron sus postulados malthusianos, confirmados en el informe que llevaba como título "Los límites del crecimiento" que constituyó la más gigantesca campaña de propaganda que se ha llevado a cabo jamás.
El famoso informe fue una de las primeras proyecciones informáticas que se hicieron, aunque ahora nadie se quiere recordarlo porque sus predicciones tenían el mismo nivel científico de las de Rappel, el tarot y los horóscopos. Cómo serían las cosas en aquel fatídico año de 1972 que todos pudimos empezar a respirar mucho más tranquilos: hasta las Cortes franquistas presentaron el primer proyecto de ley contra la contaminación.
Lo que quisieron demostrar entonces ya lo sabíamos de antemano porque nos lo habían dicho los Testigos de Jehová y las corrientes protestantes milenaristas que pululan en el mundo anglosajón: el mundo se acaba. La traducción de la Biblia al lenguaje de la teoría económica imperialista, realizada por el reverendo Malthus a finales del siglo XVIII, tiene varias connotaciones que conducen al mismo sitio: las materias primas se agotan, el suelo se desertiza, el hambre acecha, el aire se contamina, la demografía explota, la biodiversidad se reduce, etc.
Pero, ¿por qué se acaba el mundo? Si lo estudiamos despacio veremos que tiene su lógica: el mundo se acaba porque, como dice Carlos Taibo, es finito. La Tierra es como una nave espacial que recorre el universo, un recinto cerrado en el que el agua, los alimentos y el combustible se agotan... Todo se acaba tarde o temprano... Hasta la paciencia.
Los más listillos lo plantean de una manera mucho más "científica", introduciendo términos difíciles como entropía, tendencia al caos, al desorden, muerte térmica, paralización de la vida... como en las películas de ciencia ficción de la serie B pero totalmente creíble porque se apoya en la magia: la segunda ley de la termodinámica. Incuestionable.
Cuando se presta un poco de atención a ese tipo de disquisiciones se aprecia algo muy significativo: las relaciones de producción han desaparecido y con ellas ya no hay mención a ninguna sociedad de clase; no hay capitalismo sino que nos hablan de sociedad industrial, o moderna, o avanzada, o tecnológica. Todo son fuerzas productivas. Lo que se agota no es el capitalismo sino la civilización contemporánea (toda ella).
El decrecimiento, pues, consiste en dar marcha atrás, es una ideología reaccionaria, un retorno al mito del "buen salvaje" de Rousseau que hoy se reviste de un aspecto modernista: volver de la sociedad industrial a la agrícola, de la ciudad al campo. Es allá donde está la vida sana, natural, auténtica, pura, sin CO2, aditivos, colorantes, ni conservantes. Los jornaleros que emigraron en los sesenta a las grandes urbes masificadas se equivocaron de recorrido. Tenemos que cambiar nuestros artificiales calzoncillos de nylon por otros de auténtica lana de oveja merina, abandonar internet para volver a las señales de humo.
La teoría del valor es una antigualla; hay que empezar a pensar en la economía en términos físicos. Pongamos un ejemplo: el problema del hambre en el mundo no es un problema del precio de los alimentos sino de su volumen: de las toneladas de producción mundial de trigo, de arroz, de maíz, etc. El problema más grave es que la Tierra tiene una superficie limitada de cultivo; no da más de sí y, además, como sabemos desde comienzos del siglo XIX gracias a David Ricardo, el suelo tiene una fertilidad decreciente. En la ideología burguesa todo es siempre decreciente, todo cae cuesta abajo... menos los beneficios de las multinacionales.
¿Qué debemos hacer? Dar media vuelta. La economía, como el reloj de la historia, puede entrar en el túnel del tiempo, retroceder, dar marcha atrás. Es reversible y en lugar de progresar lo que debemos hacer es regresar porque la civilización moderna, la industria, la tecnología, tienen un carácter destructivo hacia la naturaleza.
A partir de este punto el imperio del sol decreciente enfrenta a la naturaleza con la sociedad y al hombre con el medio. Se plantea justamente de ese modo, en términos abstractos e intemporales: el hombre deteriora el planeta, el agua, el aire, el paisaje, el subsuelo, el océano, etc. En nombre de la naturaleza la burguesía imperialista y sus secuaces están logrando que en amplios sectores del mundo entero el ser humano se desprecie a sí mismo, reniegue de sí mismo y de su capacidad para seguir evolucionando, mejorando.
Yo no voy a ser de los que caigan en esa trampa. ¿Por qué creo que sigue siendo posible el progreso? ¿Por qué creo que sigue siendo posible la (r)evolución? Pues por lo que ya dijo Giordano Bruno y le costó la hoguera: el mundo no es una nave espacial cerrada porque es infinito. ¿Que hace falta para seguir avanzando? La revolución socialista. ¿Qué es lo que conduce al mundo hacia el socialismo? El desarrollo incesante de las fuerzas productivas y su contradicción con las relaciones de producción.
Pero mi opinión no vale nada. El que quiera tener la suya propia que eche un vistazo a la historia desde los tiempos del neolítico. Se dará cuenta de que no ha habido, no hay y no habrá nunca marcha atrás en este proceso. Como la evolución, la revolución es irreversible e inevitable.
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